De todas las soledades, la del impar es la más cruel. Pues como lo dice en un poema Pita Amor, los ojos, las manos, los pies estando exhaustos o adoloridos, tienen el privilegio de reflejarse, prerrogativa de la que carece el alma. Porque ésta solamente encuentra su simétrico no dentro de sí sino afuera, en otro cuerpo que también la contiene sola. El alivio de nuestra alma viene de Más Allá, de la otredad amada. De nuestro sujeto amoroso se alcanza la complementariedad. Por eso duele tanto la soledad de quien no tiene espejo dónde hallar reflejados sus miedos, anhelos, proyectos, recuerdos y silencios. De todas las soledades, la del solitario duele más.
Se puede estar solo a mitad de una calle concurrida, en el paso de cebra de las avenidas, dentro de la ciudad ficticia que crea el centro comercial. Es posible que esa ausencia de compañía sea meramente fortuita, un accidente espacio temporal aleatorio, una soledad condicional. También es probable que sea culpa de la mala suerte o producto de un acto de cobardía. Porque mirarse en el espejo da tanto miedo como las habitaciones oscuras en las que uno solía perderse en la infancia. Solo por pusilánime, por carecer de valor para encarar las dudas y lanzarse al vacío donde finalmente, uno también aprende a suspenderse. Partícula enamorada, átomo sublimado, moléculas coloidales excitadas, conjunto de huesos y músculos que logran neutralizar las leyes newtonianas como si de otros planos referenciales se tratara.
El impar no goza de la condición del número primo –conformado del producto de dos números no primos-, es un solitario nuclear cuyos deseos caen por su propio desagüe; no ama –para no sufrir- y sufre –porque no ama-, una bipolaridad que entienden aquellos que han querido volar como pájaros y descubren de súbito, que carecen de cielo donde agitar la aerodinámica de sus sueños. Al impar le queda el recurso de la correspondencia biunívoca, pero la recta numérica de la vida es tan infinita como la clásica línea numerada que hemos estudiado en la escuela tantas veces. Llorar a solas es llover donde nadie necesita la humedad para continuar con vida. Reír en solitario es hacer muecas al vacío donde el eco no existe y la carcajada, por tanto, no acontece.
Asumir el temor a ser herido es el punto cero para dejar la tierra de la imparidad. Después de todo, el miedo existirá siempre como condición inherente a nuestra humanidad hecha de sensaciones y juicios. Se puede caer sintiendo angustia y experimentar en ese golpe de adrenalina que ha valido la pena el salto al abismo. Porque arrojarse al espacio, bajo ciertas condiciones significa elevarse, pero nunca sabremos si vamos hacia arriba o si nos precipitamos aceleradamente si no se asume que alcanzar el reflejo de nuestra alma implica apostar –casi dogmáticamente- que el momento siguiente será mejor al estado anterior.
Se puede estar solo a mitad de una calle concurrida, en el paso de cebra de las avenidas, dentro de la ciudad ficticia que crea el centro comercial. Es posible que esa ausencia de compañía sea meramente fortuita, un accidente espacio temporal aleatorio, una soledad condicional. También es probable que sea culpa de la mala suerte o producto de un acto de cobardía. Porque mirarse en el espejo da tanto miedo como las habitaciones oscuras en las que uno solía perderse en la infancia. Solo por pusilánime, por carecer de valor para encarar las dudas y lanzarse al vacío donde finalmente, uno también aprende a suspenderse. Partícula enamorada, átomo sublimado, moléculas coloidales excitadas, conjunto de huesos y músculos que logran neutralizar las leyes newtonianas como si de otros planos referenciales se tratara.
El impar no goza de la condición del número primo –conformado del producto de dos números no primos-, es un solitario nuclear cuyos deseos caen por su propio desagüe; no ama –para no sufrir- y sufre –porque no ama-, una bipolaridad que entienden aquellos que han querido volar como pájaros y descubren de súbito, que carecen de cielo donde agitar la aerodinámica de sus sueños. Al impar le queda el recurso de la correspondencia biunívoca, pero la recta numérica de la vida es tan infinita como la clásica línea numerada que hemos estudiado en la escuela tantas veces. Llorar a solas es llover donde nadie necesita la humedad para continuar con vida. Reír en solitario es hacer muecas al vacío donde el eco no existe y la carcajada, por tanto, no acontece.
Asumir el temor a ser herido es el punto cero para dejar la tierra de la imparidad. Después de todo, el miedo existirá siempre como condición inherente a nuestra humanidad hecha de sensaciones y juicios. Se puede caer sintiendo angustia y experimentar en ese golpe de adrenalina que ha valido la pena el salto al abismo. Porque arrojarse al espacio, bajo ciertas condiciones significa elevarse, pero nunca sabremos si vamos hacia arriba o si nos precipitamos aceleradamente si no se asume que alcanzar el reflejo de nuestra alma implica apostar –casi dogmáticamente- que el momento siguiente será mejor al estado anterior.
Domingo 17 de diciembre de 2006