martes, 24 de abril de 2007
TRANSFUGA
En el país de los “jotos” la “torcida” es el rey. Y ahí va ella, con esa serenidad regia que le confieren sus “manolos” de altísimo tacón desafiando las leyes de la urbanidad: acerca izquierda, sólo para hombres; circule por la derecha si es mujer. Pero ella, que ha peinado su melena a la demodé planta cara a las restricciones igual que el viento que le pega de frente. Sin titubear avanza por la calle sosteniendo su bolso de Vuitton, siguiendo la línea central del acotamiento sin parpadear ni detenerse a mirar las partículas subatómicas guiadas por homúnculos, que es como ella define a los autos y sus conductores. Sus caderas inventan el espacio y lo curva. Empoderada, camina decidida durante dos cuadras, quizás tres. El tráfico se detiene y un avispero de hombres azules se le aproxima amenazante, pero ella no teme. Ella es la reina.
Cuando los bárbaros se abalanzan para apartarla del camino ella extiende sus brazos y se eleva con la majestuosidad de una virgen asunta –toda ella de Chanel-. Los transeúntes se detienen a contemplar la maravilla. La miran andar suspendida en las islas de calor que produce el excedente de CO2.
Desde lo alto, amparados en las sombra de las pestañas Spider Eyes de Helena Rubenstein, sus ojos observan el mar de hormigas. Una parvada de aves tóxicas la mira desdeñosa pero no se inmuta. Un helicóptero la acecha. Sin perder el porte continúa su marcha-vuelo glamorosa hasta alcanzar la azotea de un edificio. La superficie de sus zapatillas amortigua el impacto del descenso. Acomoda su cabello, retoca la sonrisa con su labial brillo intenso y echa a andar hacia el interior del inmueble.
La policía ha rodeado el lugar, por los altavoces ruge la orden de que se entregue. Ella desciende por el ascensor; no piensa, no llora, no ríe, sabe que cuando la puerta se abra delante de ella se acabará la libertad. Cae una pestaña que en el suelo aletea como una mariposa herida. Sigue bajando; la cabellera de Medusa se ha ido, los labios lucen pálidos, levanta sus zapatos y espera que la luz ruidosa indique que el viaje vertical ha terminado.
La muchedumbre está a la expectativa; las cámaras de televisión abren sus fauces hambrientas de rating. El ascensor se detiene y la puerta se abre. El festín vouyerista alcanza el clímax: el sueño de un hombre –vestido de Zegna- atraviesa el umbral y avanza con aplomo entre el cerco mediático. El hechizo es tal que nadie se mueve. Se aleja lentamente abandonando en el aire el aroma del número 212.
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