(Diubliana)
My life is brilliant. My love is pure.
You`re beautiful. James Blunt
A mi Héroe
Existe, según Leibniz, una armonía preestablecida que va más allá del mero equilibrio. Se trata de una armonía metafísica y universal, lo cual justifica que no cabe ningún movimiento sino está previamente ordenado en una dirección determinada. Y lo creo así, puntual. Por eso a mí lo malo me pasa por humilde, soy una partícula elemental con dirección y sentido exactos, aunque parezca equivocado. Si no, ¿sobre quién desquitaría Dios sus frustraciones si yo no existiera? ¿sobre el lomo avariento de los judíos? se cuestionó Ánxel bajo el toldo transparente de una parada de autobuses de servicio urbano mientras diluviaba. El cielo caía a huacalazos y le pringaba los zapatos, la humedad era una babosa trepándole hasta la cabeza. Miró el reloj. Veinte minutos aguardando un taxi para trasladarse y la lluvia que no daba tregua. No solamente llegaría tarde a su compromiso sino que lo haría, en el menos fatalista de los estados, ensopado, falto de glamour y vaya que esto era grave, una afrenta que no se desea ni a aquellos seres que uno no considera en su lista de afectos. Lo incumplido se disculpa, pero lo pandroso, ni Dios padre, que seguramente en ese instante miraba todo menos a él. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué precisamente ahora cuando su presencia en ese lugar daría cumplimiento a la afirmación mecanicista? Leibniz, aparte de mí este cáliz que no beberé. En eso pensaba cuando avizoró un taxi. ¿A dónde lo llevo, mi buen? ¡Mi buen! ¿Pero éste qué se ha creído? Que el socialismo cubano se ha reinstaurado en la ciudad con tanta marcha de grupúsculos de falsa izquierda. Se planteó lanzarle una filípica pero al ver el rostro del conductor sólo dijo la dirección a la que iba y desistió su empeño. Luego miró con detenimiento los labios jolianos del chofer que absorbieron su mal humor y puntuaron su humedad. Se recargó sobre el asiento y cerró los ojos para recrearse en el contorno de esa boca, que aventuraba toda suerte de placeres. Qué aguacerito está cayendo, ¿verdad?, expresó el taxista ante el mutismo del pasajero, pero a donde lo llevo no ha caído ni una gota, ya verá. Ánxel no respondió, estaba acostumbrado a vivir bajo la mismísima nube bíblica que guió a Moisés por el desierto, ¡ojalá cayera maná! ¿qué ha dicho, señor? ¡Oh, nada! Sí, que aceleres, llevo prisa. Eso si que está en chino, mire el tráfico que hay. Ánxel se incorporó y vio que no llovía pero la fila de autos era enorme y avanzaban lentamente; la congestión era tal que ningún pepto bismol podría aliviarla. No importa, con que lleguemos. ¿Le importaría un poco de música? Sin esperar contestación el conductor puso reggeaton. ¿Son naturales? ¡Perdón! Pregunto si tus labios son naturales o te inyectaste colágeno. Qué pasó, jefe, todo lo que usted ve es naturalito, respondió apenado. Mmmmm ¿Todo? Lanzó Ánxel. El chofer afirmó. Hicieron buen trabajo tus padres, te habrán hecho con amor o con enjundia. El otro sonrió. ¿Y lo que no se ve? El auto aceleró súbitamente y los ojos de Ánxel se impactaron con la mirada del taxista en algún punto del espejo retrovisor. Ya entiendo, señor. Me alegra. ¿Le gusta cotorrear? Y apoyó su mano sobre la palanca de velocidades. ¿Disculpe? exclamó Ánxel con inocencia de novato en apuros. Le pregunto porque... bueno, podemos llegar a un acuerdo, ya sabe, si usted quiere pues yo...las carcajadas de Ánxel coincidieron con el timbre de su móvil: sí, voy para allá. El taxista esperó en vano la respuesta. Tras un silencio de larga duración llegaron a la dirección solicitada. Quédate con el cambio y aquí tienes mi tarjeta, llama cuando quieras. Chido, mi buen, mucho gusto, yo me llamo Dante. ¿Dante? ¡Qué catástrofe! Y Ánxel corrió presuroso hacia el edificio de cristal.
La sala de exposiciones estaba repleta, el cucarachero cultural se había citado y había acudido con puntualidad. Ánxel había tenido oportunidad de acicalarse antes de aparecer en la escena. Saludó a unos cuantos asistentes sin detenerse con ninguno en particular. Avanzó lentamente contemplando con cierta deferencia algunos cuadros. No había interés en sus ojos ni llevaba consigo la mirada crítica de otros días. Frente a una pintura estaba ella: espigada, luminosa, era una flama suspensa ajena al cotilleo de la tarde. Ánxel la bordeó sin mediar palabra, con descaro, como un arácnido que saborea su presa antes de atacar; sumido en un silencio que aumentaba su curiosidad estética. Ésa era la verdadera obra de arte, vívida, perfecta, irradiando su belleza atemporal para atraer hacia su lumínico misterio la adicción de los estetas. Ella, en ese instante, era la diferencia entre prosa y poesía, aceleración y velocidad, significado y significante. Ella se volvió hacia él y le sonrió. ¿Por qué me interrumpes el éxtasis, querida? Actúas de manera egoísta. Ella mantenía el gesto como si se hubiera quedado tendida en ese punto del espacio y él se sentía encallado en la mar oscura de sus pestañas. Creí que ya no vendrías. El tráfico, ya sabes, la lluvia, las marchas, la entropía atómica explicada en el caos del mundo, mi obsesión termodinámica, la explosión de un astro a millones de años luz del cual tú eres el último resplandor, una blanca astilla, esquirla luminosa. Ella le obsequió con otra sonrisa. Definitivamente has dicho cosas mejores. Entiendo, fue una estrategia estúpida para disculparme por la tardanza. Fue hasta ella y le dio un largo beso.
Salieron de aquel lugar y caminaron hasta una zona arbolada, lejos del rumor carbónico de los autos; el cielo prometía una noche fresca a medida que avanzaban las horas. Dialogaban en silencio, como se comunican los secretos de la vida, la vivencia de los pequeños actos de cada día; estaban habituados a eso. Ella no reprochaba esa ausencia de palabras y se había acostumbrado, así quería creerlo, a navegar en el mutismo, lo compensaba la manera en que la tocaba y la hacía descubrir nuevos horizontes en su propio cuerpo. Sólo el beso dado con devoción iguala e incluso supera, el circuito del habla. Sólo el beso. Si me amarás (sólo un poco más) volaríamos, Ánxel. Si no vuelas es porque no quieres, eres una bruja. Una que perdió esa propiedad cuando decidí amarte. Es tu culpa en todo caso. ¿Me lo reprochas? ¿Con que amarme es una empresa que te ha arruinado? ¿Esa es mi deuda, chica FMI? Avanzaban. Ni siquiera podría llamarlo amor con la convicción de sentirme sacudida, expulsada de mí. Entonces... Tú nunca lo sabrás, Ánxel, pareces condenado a mirar venir el amor y justo antes de tenerlo, contemplarlo virar y pasar de tu lado sin que consigas asirlo o aspirar un mínimo de su esencia. El amor va y viene. Pero en tu caso únicamente va; tu vida acontece entre paréntesis. Ánxel la detuvo y la abrazó. Luego la besó con tal urgencia que ella imaginó que triunfaba sobre la ley gravitacional. Ánxel percibió aquella evaporización y la besó largamente. Adiós, brujita, adiós.
Ánxel despertó con el sol desperdigado en su habitación. El costado de su cama estaba vacío, seguramente ella se había marchado al amanecer. Está hecha de pedacitos de noche. Bruja, bruja, bruja, ¿qué me diste? Afuera la radiación solar golpeaba con la furia de un huracán de categoría 3 o así le parecía a Ánxel mientras avanzaba por las aceras sombreadas. Era su segundo día de vacaciones y comenzaba a aburrirse del alto tan brusco dado a su cotidianeidad. Quería llenarse de soledad (había desistido de viajar a la playa o sitios de extrema promiscuidad turística: aeropuertos, restaurantes, salas de concierto, exposiciones, antros, todo punto de concentración masiva que le hastiaba) y de horas extraviadas para disecarlas y autoexiliarse del barullo de la vida pública. Paró en un café con terraza y engulló pausadamente un desayuno light; si las grasas engordan, las prisas también. Todo lo obsesivo y rápido contribuye a la obesidad. Existe, decía a una señora gorda que se le había acercado, una relación cuadrática entre lo que hacemos repetidamente y con premura y los kilos almacenados en nuestro cuerpo. ¡Oh! dijo la obesa asombrada. La rutina lleva a la tumba. Usted, por ejemplo, supongo que debe mirar toda la tarde la barra de telenovelas y padecer al límite los sinsabores de las nuevas cenicientas. La mujer ahogó un sollozo. Tanta angustia, señora, demasiada desdicha en el corazón de esas infelices burladas, indocumentadas, sin conciencia de sí, prestas para mirar la cámara y llorar sin límite de tiempo aire han taponado sus arterias de colesterol. La gorda mugió y él, amable, le acercó un pañuelo desechable para que limpiara una lágrima. El problema no son las frituras y gaseosas que supongo apenas consume, porque usted se ve que es muy responsable de su alimentación. Sí, sí, exclamó orgullosa. Son los dramas impropios, el melodrama monótono al que asiste puntual lo que la lastima; el espacio se curva por la masa adolorida, apague su televisor y recupere su vida, hágalo por su bien. Y aquélla que sólo se acercó porque necesitaba conocer la hora se alejó aullando su esférica desgracia. ¡Pobre! pensó Ánxel, ahora mismo se echará frente a la televisión hasta explotar de pasión ajena. Si el mundo me hiciera caso viviríamos en el paraíso, y volvió sin pena a su ensalada griega.
Después se hizo a la calle con un plan definido: compraría los periódicos y se encerraría en su guarida hasta que el sol hubiera desaparecido del cuadrante. Avanzaba lento cuando sonó el teléfono. Soy Dante, el taxista de ayer, ¿dónde anda, mi buen? Ánxel apenas articuló una frase desgastada. Estoy libre esta tarde, podemos vernos y salir a tomarnos unos tragos. Agradezco la invitación, amigo (¿amigo? ¿había dicho así?) pero tengo una cita importante y no puedo faltar. Ándale, man, no seas, cancela tu cita y vamos por ahí. Dime que aceptas y voy por ti, mi celular tiene GSM. Imposible hacer algo así, podría cambiar el curso de la historia, respondió y se sintió repitiendo un guión telenovelero mientras aguardaba el cambio de luz del semáforo. No seas manchado. Debo colgar. ¿Pero qué le pasa a este hombrecillo dantesco? Las cosas suceden cuando yo quiero y no cuando se les antoja a los demás. Este tipo tendrá que aceptar mis reglas o seguir su ruta. Apenas había avanzado una cuadra más cuando un auto derrapó cerca de él. Súbete, mi buen, te llevo a donde vayas. El taxista llama dos veces, qué ridículo. No. Y dio media vuelta en la esquina y se extravió entre la muchedumbre.
Pasó el resto del día leyendo y mirando MTV, para no engordar. Sintió, en algún momento brevísimo, una vaga nostalgia por aquellos años en que este canal de videos era lo más. La década perdida, la generación x, la del rock en tu idioma, de música ligera; lo que la Guerra Fría se llevó. Abanicó los recuerdos (nene, nene, ¿qué vas a hacer cuando seas grande?) y apagó el televisor para adentrarse en su blog. Ahí respiró hondamente como quien respira aire puro. La blogosfera le sentaba bien como a los melancofílicos escuchar ad nausean las canciones de Timbiriche (Ámame hasta con los dientes). Por eso este país no progresa, porque vive anclado en el recuerdo. Deambuló de un sitio a otro por la selva virtual, respondió a los correos de algunos conocidos invitándole a salir y libre ya de compromisos, entró al chat.
La primera vez que Ánxel puso su nick en una sala de chat fue por mera curiosidad lingüística. Quería conocer y registrar los giros que el lenguaje adquiere en el ciberespacio (para impresionar a La Bruja). Tomó nota de la economía del idioma que destroza la ortografía, altera la sintaxis y obvia la intencionalidad del mensaje, reduciéndolo, a veces, a un simple emoticon. Acumuló un vasto glosario que aún conserva en algún CD en espera de su resurrección virtual. Las siguientes ocasiones accedió por mero interés antropológico; romanticismo cibernético, lo llamaba él. Pero muy pronto el noble sentimiento degeneró en una cacería de ciberespecímenes sin precedentes. Ánxel entraba al terreno virtual para entablar contactos que le garantizaran –siempre dentro de lo posible, porque tampoco hay que extraviar el piso, así sea ilusorio- una satisfacción personal inmediata o lo que uno entiende por instantáneo ahora. Un Casanova de la Red, un don Juan de la informática, un adulador inteligente que logra hacer caer dentro de sus límites a una rigurosa selección de amantes. Y éstos se sucedieron por su lecho igual que los productos de un supermercado pasan frente al lector óptico de la caja registradora. Utilizó todos los nicks concebibles, empleó a fondo las estrategias hasta entonces efectivas en el mundo real con pocas variaciones, pero siempre ocurría lo mismo: un fantasma quedaba revoloteando en su habitación cuando el cuerpo en turno se marchaba sin decir adiós. Mayor es el vacío en el cosmos y el universo no se queja, se repetía a manera de paliativo cuando se plantaba frente al espejo. Entonces volvía a las andadas. Poseer era una adicción. Tomar del otro sin dejar nada de sí o apenas un fluido, un simple reto que a veces resultaba demasiado sencillo por no decir que también monótono. Era como apostar sabiendo que se tiene el ciento por ciento de posibilidad de ganar. El espacio ciberal ofrecía menos peligros que el ligue callejero pero también carecía de muchas de sus emociones, además, él conocía al dedillo las artimañas de los que muchos se valen (¡ilusos!) para conquistar. A la hora de la seducción él nunca mentía, bueno, tal vez un poco, pero quién no lo hace; lo cierto es que jamás simuló ser un hombre rico o afamado ni guapo ni joven ni lleno de atributos. Si hubo mentiras, fueron las menos, y sólo como la sal y pimienta con que aderezó sus encuentros. Coges y te vas, era la sentencia, una ley universal que no aceptaba corolarios ni excepciones. Uno no puede permitirse repetir tan noble acto con el mismo cuerpo, argüía convencido, esas pretensiones rayan en el egoísmo y eso sí que es pecado mortal. Habiendo tantos y tantos cuerpos deseosos de ser amados y dedicar todo el amor en uno solo, no nada más es un acto de evidente mezquindad sino una injusticia, crimen de lesa erótica. Y Ánxel ante todo era un hombre dadivoso: a mí Dios que me culpe de libertino, de jayán, de lo que guste, menos de no haber amado con generosidad a mis semejantes, sólo por ello me merezco un infierno fresco, un espacio VIP.
Con la luna llena llegó La Bruja. Su rostro lucía sereno y el ánimo aquietado, al menos su corazón no es una manifestación de perdedores, supuso Ánxel. Le ofreció vino y se quedó cerca, le parecía que su guarida adquiría una nueva atmósfera con ella ahí, su soledad ahora se correspondía con ella sintiéndose habitado. Tienes imán, Ánxel, de otra forma no me explico porqué estoy otra vez aquí. Lo importante es que estás aquí y no en ninguna otra parte o volando sobre los tejados de las casas del extrarradio. Adoro tu mal gusto. Me gustas tú, lanzó temiendo que le arrojara el vino por la cara, en lugar de ello le mandó un beso que Ánxel tuvo que atrapar en el aire y devolver a la boca de la que había salido: no me ofrezcas nada si después te arrepentirás o me lo reprocharás. Arrogante. ¿Qué clase de antipoética prácticas ahora? Ven conmigo, exclamó él y la atrajo a sus brazos. Palpó su espalda desnuda y la acarició siguiendo los trazos de una cartografía que conocía bien. Se colocó detrás de su cuerpo para continuar con el periplo. La Bruja se arqueaba como si fuera a pronunciar un hechizo aun sin su varilla mágica. Su respiración era profunda como si buscara el oxígeno en zonas remotas de su cuerpo o como si hubiera olvidado cómo hacerlo. Ánxel conocía que sus dedos obraban en esa piel, liberándola de sus grilletes y arneses ficticios. Ella se estremecía. Él la sentía flotar y caer y levarse nuevamente. La Bruja caía entre sus paréntesis y quedaba prisionera voluntariamente. Despacio la acomodó en el sofá de la sala de estar y se arrodilló frente a ella, apoyando los brazos en sus rodillas buscó su mirada y halló la conjura de sus ojos en los suyos: conviérteme en sapo, bruja bonita y saltaré por tu cuerpo eludiendo el remedio que rompa tu hechizo. No quiero ser el príncipe sino el batracio que te confirme tu poder de maga sobre mí. Pero ella callaba y le obligó a colocar su cabeza entre sus piernas. Como por arte de magia Ánxel desapareció la ropa y su lengua reptaba hacia las formas duplicadas del deseo. Íntima sierpe humedecía en círculos concéntricos la turgencia de aquellos senos. Croac croac, dando saltitos la lengua-anfibio-reptil descendió hacia el abismo, y sin mediar las palabras mágicas (abracadabra, ora cabrón) la flama se partió en dos y engulló su sombra, la niebla del Ánxel de la noche. ¡Oh, bruja malvada, oh, bruja bendita! Quisiera ser un microbito...
Para Ánxel el cuento no terminó con “y fueron felices para siempre”. La Bruja quería el sapo, el príncipe, el reino y el castillo y la mandó a volar. Es tan breve la vida como para consumirla con limitaciones. Al despertar encendió el móvil y dio respuesta a los mensajes acumulados. Tomó un jugo y salió a correr para recuperarse; su cabeza era el calabozo, el verdugo y al mismo tiempo el dragón. Llegó hasta la zona arbolada y tras trotar un rato se tumbó en el césped. La atmósfera casi transparente daba un toque añil al espacio exterior. Ante tal inmensidad, Ánxel se sintió tan minúsculo como un punto en una intersección del plano existencial. No era el príncipe ni el anfibio sino un hombre solo observando las aristas imaginarias del infinito. En ese instante de reflexión emergente recordó las palabras de La Bruja reprochándole su incapacidad para amar (soy un amante con capacidades diferentes le había aclarado él), pero él no caería en la celada tendida por los neorrománticos “quienes miden la miseria por la cantidad de suspiros cotidianos”. La soledad no es un evento determinístico sino una cuestión meramente accidental, concluyó.
Si la soledad es un estado transitorio había que acelerar su tránsito consideraba Ánxel acomodado en una mesa esquinada del Vancoubar. Sin ser un habitué de este lugar lo consideraba como uno de sus espacios nocturnos favoritos. Miró con detenimiento en la penumbra (niebla y deseo) buscando la identidad de aquellas formas volátiles que indirectamente le hacían compañía. Al segundo trago reparó en La Cara de Angustia, una fémina simple empecinada en ser interesante; no era fea pero sus rígidas facciones le daban la apariencia de una plancha de concreto con maquillaje. El rouge de sus labios parecía una hinchazón, un amoroso hematoma, una granada madura estrellada contra el suelo. Sus ojos acusaban los restos de un sol que en otro tiempo debió ser un astro luminoso, daban cierta conmiseración enmarcados por el rimel pegajoso. Desde la barra ella le sonrió y avanzó hasta él; Ánxel tuvo miedo de aquel monstruo vestido de mujer. La Cara de Angustia se acercó y le murmuró algo al oído. El aliento le apestaba a humo y cerveza, un olor penetrante a besos putrefactos, pensó él. Multipestífera. No, no me interesa. Eres un cobarde. No tengo espacio para otra bruja. No soy una bruja. Para mí sí lo eres. Ven, bailemos un poco. No. La Cara de Angustia hizo una mueca con la que pulverizó su escasa belleza. Ánxel apuró el trago y se levantó para marcharse. Ella le cercó el paso y colocó su mano en la entrepierna de él. Quédate. Ánxel le apartó la mano y el contacto lo estremeció. Era una extremidad rígida, fría y descuidada, de dedos chuecos y uñas largas sin esmalte; una garra. La Cara de Angustia era una arpía desbrujulada. Eres un puto, le escupió enfurecida. En realidad soy varios pero esta noche ninguno es para ti, uniputa. Rió al decir esto último. La Cara de Angustia volvió a su rigidez de muro grafiteado. Lárgate. Ánxel le arrojó un billete arrugado. Compra maquillaje caro e inténtalo otra vez.
Abandonó el Vancoubar sin plan definido y molesto porque La Cara de Angustia le había arruinado la posibilidad de divertirse. Si tan sólo se hubiera encontrado con La Perversa... continuó caminando erráticamente mientras la evocaba. La Perversa era una belleza reptílica de mirada clara y muchos silencios de los que podía asirse en caso necesario. Le gustaba porque con ella la comunicación siempre discurría entre paréntesis, como él; como si entre los dos cualquier palabra pudiera ser sufrimida sin alterar el mensaje. La Perversa era una parlanchina con sus piernas y sus pies suaves y pequeños, que como peces le sembraban cosquillas en la piel descubierta. La Perversa poseía dos lenguas: con una deshacía las palabras que no pronunciaría jamás, y con la otra; fabricaba el relato del deseo sobre la desnudez de sus cuerpos colisionando. Muda charlatana, que fluya por nuestra carne tu voracidad por el silencio, engúlleme, niña mala de rizos disciplinados, soy el punto y la coma, la prosa y la poética, la mala redacción; succióname completo, la zozobra es también un remedio contra la soledad.
Más tarde Ánxel le daba salvajemente por el culo al ángel anónimo que encontró en una esquina de la madrugada. El resoplido de los cuerpos se estrellaba contra las paredes de su habitación que todavía guardaban el calor agrio de otros encuentros. Únicamente esos muros habían atestiguado las infinitas batallas redentoras que Ánxel había librado contra las huestes del hastío. Puro romanticismo ligero. Soft. Soltó un bramido y rodó desfalleciente sobre el desorden de la cama. Acomodó las manos bajo la nuca y buscó en el techo los signos de la intimidad que prolongan los lazos del orgasmo pasajero, una señal mínima que le indicara que ese cuerpo novedoso que ahora se duchaba merecía la oportunidad de acompañarlo hasta el amanecer. La coincidencia, la simplicidad, el sin sentido de su diálogo fático (aunque prefería la dialéctica de La Perversa o La Bruja), la ingenuidad, la rabia, la soledad. Escuchó el cese de la caída del agua y aguardó a que el ángel volviera a su lado. Le pediría que se quedara y compartieran más que silencios, le obsequiaría con el abrazo y la pronunciación de su nombre al despertar. Estaba resuelto a intentarlo. Pero nadie apareció. Solamente escuchó el golpe de la puerta cerrándose con fuerza. Giró sobre su frustración y encendió un cigarrillo, evocó a La Bruja, a La Perversa, a La Cara de Angustia; ellas sí estaban ahí pero él seguía sintiéndose solo. Acéptalo, Ánxel, tú únicamente verás pasar el amor por la acera adyacente o por el ángulo opuesto a tus pasos; tú siempre serás la hipotenusa en el triángulo amoroso.
Ánxel despertó malhumorado sacudido por el ruido del timbre, con la cabeza atestada de grillos de élitros plumbosos y de sus ojos deslumbrados por la claridad huyó una cuadrilla de murciélagos enfurecidos, a tientas alcanzó la puerta y abrió. ¡Dante! Disculpa, la tarjeta tenía tu dirección. Pasa. Anoche te vi con... sonrió. Ah sí, con La Cara de Angustia. Exacto. Y hoy te sorprendo con el culo al descubierto. Mierda. Ánxel reparó en su desnudez y se encaminó al baño siguiendo la flecha. Dante creyó deletrear los sucesos de la noche anterior en el rumor del agua que caía. En la cocina debe haber café, puedes tomarlo. El taxista no respondió y avanzó hasta una pequeña mesa. Ánxel apareció al cabo de unos minutos envuelto en una toalla secándose el cabello y se sorprendió al ver el desayuno servido. Servicio a domicilio, qué bien. Te lo agradezco. Dante le acercó un jugo y observó el torso húmedo de Ánxel. ¿A qué debo la visita? Vine a acompañarte. Ánxel sonrió y volvió la vista hacia todas partes, ¿te parece que luzco solo? La cafetera arrojó una fumarola olorosa. Ahora no porque estoy contigo. Ánxel llevó una mano a la cabeza y aletearon los grillos plúmbicos; dubitativo pretendía enfrentar la mirada inquisitiva del taxista. ¿Qué tanto contemplaba ese chico impertinente si bien amable? Por lo que veo pasaste una mala noche; debiste acompañarme, claro, no sabías que yo estaba en el Vancoubar; la pasé chido. En realidad yo también tuve una noche amable. Le acercó café a Dante. Estas ojeras que ves son los laureles de mi triunfo en la madrugada. ¿Con ella? Con La Cara de Angustia no, por supuesto. Otro cuerpo, ponle el nombre que gustes. ¿Azúcar? Dante negó con la cabeza. Entiendo. Un silencio terció a sus anchas mientras bebían el líquido. Será mejor que me vaya, tendrás cosas qué hacer. Ánxel lo detuvo. Aún no. Dante vibraba. La voz de Ánxel le parecía aterciopelada, sin fisuras; de poder gustarla, líquida, le habría sabido a algún vino caro. Necesito que me hagas un favor. Ánxel le colocó una mano sobre el hombro. Dante lo miró haciendo conjeturas y los círculos del purgatorio se le revolvían bajo los pies (¿Qué hago aquí?). Dime. Quiero que me lleves a la casa de La Bruja. Un olor a maderas le rescató del infierno temporal en que se creyó caído. ¿Puedes? Dante resucitó en pleno mediodía y respondió resuelto: al cliente lo que pida, y además, yo siempre puedo. Ánxel le hizo un guiño y se dirigió a su habitación para vestirse. ¿La Bruja? Dijo Dante para sí y extravió su mirada en algún sitio lejano de aquella habitación.
Uno va creando nexos de intimidad con el otro a través de los detalles, a partir de los pequeños actos que la rutina borra. La comunión entre dos inicia siempre a niveles cuánticos. Dante parecía un chico amable – había sido un buen gesto llevarle el desayuno y ahora enfilaban por un camino periférico donde a La Bruja-, pero quizás estos detalles sólo eran un defecto de su juventud. A los veinte se puede ser atento más por ingenuidad que por convicción, menos aun como estrategia (¿pretendía algo con él?) Parecía un hombre avispado e inmiscuido en la realidad; debía ser por su trabajo que le obligaba a un contacto directo y constante con las personas. Para Dante los chismes del espectáculo engarzaban acompasados con los titulares de la prensa y noticiarios de cada día. Ánxel había rebasado la segunda decena de vida mucho tiempo atrás como para recrearla ahora. Le parecía que los meses y los años se conducían sobre rieles aceitados o magnéticos que explican el por qué de la rapidez con que transcurren y que por ello nada consigue desacelerarlos. El paso de su existencia era arrítmico y no como esas gráficas cosenoidales que había estudiado tantas veces. Dante era solamente una casualidad en el cuadrante de su vida, un producto gratis que se recibe en la compra de otro de mayor costo (¿La Bruja era el otro?), una presa fácil para un depredador en los linderos de la jubilación. La luz le escocía los ojos aun protegidos por las gafas de Gucci. Volvió la mirada hacia Dante y le sonrió. Se nota que te tiene embrujado. ¿Ella? “Simón”. Claro que no. Pues yo pienso que sí. Ánxel calló. Si ella no te interesara no estaríamos viajando hacia su casa. Pienso que la amas y que no lo aceptas o no te has dado cuenta. Para el coche, Dante. ¿Qué? Detén el auto. El movimiento cesó tras derrapar unos segundos. Ánxel bajó del carro y encendió un cigarrillo. Sin entender, Dante lo imitó y se colocó sobre el cofre. El sol del mediodía caía en picada y nadie más se veía a la redonda de ese camino de terracería. Tal vez fue un error venir hasta aquí. Dante lo miró sin decir palabra. Las brujas solamente salen de noche. Empezó a reír como si estuviera ebrio. Podemos llegar hasta su casa y si no la encuentras entonces... El problema, Dante es que yo siempre estoy de regreso; yo nunca voy, continuamente vengo. Dante se acercó hasta él y aspiró otra vez el aroma a maderas. Inténtalo nuevamente. Se sentó a su lado en la orilla del camino. Ánxel consumió el tabaco y se dirigió al taxista. ¿Qué quieres de mí, Dante? ¿Por qué debería querer algo, man? Porque la gente siempre va tras algo, siempre está buscando obtener algo, lo que sea. Pues yo no. Se levantó de un salto y se dirigió al taxi. Ánxel comprendió que había actuado de manera inconveniente. Lo siento, no quise ofenderte. Súbete, gritó el joven. Te llevó hasta su casa y me regreso a la ciudad. Pero Ánxel no se movió de su sitio. ¿Qué te pasa, cabrón? ¿Debo cargarte? Ánxel sonrió y caminó hasta el auto. Está bien, Dante, vámonos ya, me aburro pronto de contemplar los mismos paisajes.
Yo no soy puto y tampoco tengo nada en contra de los homosexuales, es muy su pedo. Cómo puedes suponer que quiero algo contigo. Soy machín, mi buen, valedor cien por ciento. Solamente he pretendido ser amable, no te confundas; si no lo crees es muy tu bronca. No soy de esos batos que dudan de lo que son o que no saben lo que quieren, de esos güeyes que no saben para dónde jalar. Tengo bien definido mi rol sexual. A mí me gustan, me encantan las mujeres (aunque no tenga buena suerte con ellas). A mí esas ondas de probar algo diferente no me pasan, man, no seas manchado. Si tú le entras a todo, chido por ti, mis respetos pero yo circulo por la libre, ves. Quizás, y esto debo confesártelo, admiro tu suerte con las viejas y quisiera ser como tú. Aprender de ti, cabrón, para tenerlas haciendo fila detrás de mí. Si esta mañana te he visto con curiosidad mientras estabas medio desnudo, fue para ver si tienes algo diferente a mí que te haga atractivo para ellas, pero no descubrí nada fuera de lo normal. Chale, mi buen, no eres precisamente carita ni tienes varo de sobra, eres un tipo con los mismo atributos que yo (centímetros más o menos, pero igual). Debe ser tu madurez, el verbo que les tiras, algún truco secreto que de seguro no me dirías ni aunque te presentara a mi morra (que ahorita ni tengo, ya ves, qué jodido estoy). Tengo que decirte que yo ya sabía de ti antes de conocerte personalmente, porque tienes tu fama en el mundillo de la noche, tu fauna fantástica, vampiro, nebulámbulo, eres dueño de todos los nombres, Ánxel de oscuro zodiaco. Cuando te subiste al taxi aquella tarde me di cuenta de que eras tú y por eso luego te hice plática para ver si captaba algo especial en tu manera de hablar. Pero te repito, no te he encontrado nada diferente (¿Tendrás pacto con el diablo o qué onda?). Si hubieras aceptado el jale aquella vez (en esta chamba uno conoce de todo) te hubiera bajado en la siguiente esquina porque yo no le entro a esas ondas de bicicletos. Pero ibas bien elegante, con tu ropa de moda y de marca, imagino, con esa actitud de perdonavidas que me castra un chingo, porque la neta, me pareces un tipo mamón, aunque caes bien ya cuando uno te trata, y no lo digo con la intención de ofenderte, o sea, no lo tomes como algo personal. Si hasta creo que tu estilo de gandalla es una cualidad más en ti. Y tal vez sea eso lo que aman de ti las mujeres ¡y qué mujeres, mi buen! Yo no sé qué daría por tener conmigo, al menos a una que tuviera la mitad de los atributos que tienen los forros con los que sales. Eres afortunado, Ánxel, y no has sabido aprovechar tu buena suerte. Esa que llamas La Bruja es una diosa, la he visto, segurito, en algún lugar de los que llaman chic, y La Perversa –que he visto en el antro donde trabaja- una muñequita hecha a mano; hasta La Cara de Angustia, que no es una miss tiene lo suyo, y tú, cabrón que eres, ni las pelas o solamente un rato y las dejas ir... y ellas que regresan solitas, ¿pues qué les das, cabrón? Pásame la receta. Si yo fuera tú, no sería tan manchado, neta que no. Pero no soy guapo, ni tengo varo ni verbo ni soy acá, ves, no tengo vieja ni nada y ni pex, ya llegará mi hora; pero tú no tienes a nadie porque no quieres. Me cae que yo no te entiendo, supongo que tú sabrás lo que haces o dejas de hacer, muy tu vida y la respeto, pero neta, que no te entiendo. Esto es lo que Dante había planeado decirle a Ánxel en cuanto le preguntara algo, ahora que estaban en una cantina solucionando el malentendido de la tarde. Se lo diría con seguridad para que entendiera ese cabrón que con él no iba a pasarse de lanza y que no le latía para nada algo más allá de su amistad desinteresada. El mesero trajo las cervezas e interrumpió el soliloquio dantesco. Ánxel dio un largo sorbo a su bebida y mirándolo fijamente a los ojos le preguntó, ¿qué piensas? Nada, contestó estúpidamente lamentando la premura de su respuesta vana. Y sintiéndose derrotado agregó: ¿y tú? En que me gustaría ser superman. Y de un trago se bebió la cerveza.
Alguna brujas no vuelan porque han perdido el poder de hacerlo o porque no quieren o porque no son brujas se decía entre sí Ánxel mientras contemplaba a La Bruja arrellanada en el sofá, frente a él, fumando un cigarro. No tenía consigo una varita mágica tocada por una estrella brillante, tampoco un sombrero cónico ni manos con uñas afiladas que lo hechizaran, pero bastaba su presencia para que él se sintiera abstraído del mundo. Y sin embargo, los puentes de la mirada no siempre comunican y él quería (necesitaba) confiarle muchas cosas: un verso tomado de algún poema extraviado, una palabra sencilla pero precisa, pedirle que se quedara a su lado o que desaparecieran juntos hacia otra galaxia o a donde ella quisiera pero juntos. Tal vez lo mejor sería arrodillarse y hundirse en su vientre o abrazarla fuertemente y sentirse unidos dentro de un mismo círculo de calor, romper el silencio para crear otra intimidad. O debía llorar a sus pies, confesarle que la amaba, decirle que el viaje de aventuras llegaba a su fin, que la obsesión de Casanova no era más. Implorarle, suplicarle que lo amara y no desde la sumisión, que no lo dejara solo ni fuera de su vida, que lo perdonara y empezaran de nuevo esta historia. Pero en lugar de realizar esto reparó en el hilo faltante de sus medias. Estás perdiendo glamour, querida. Es una estrategia para que me mires. Y el humo del cigarrillo voló entre los dos como un duende alado. La vanidad es tu virtud número uno. Las obsesiones caducan. ¿Te has dado por vencida, empoderada misericordiosa? La Bruja repasó fugazmente las condiciones bajo las cuales habían iniciado esa relación. Analízate, Ánxel, has perdido toda proporción entre vida y relato. Él se puso de pie y se apostó frente a ella sin dejar de mirarla. Ella levantó sus ojos y sostuvo la vista como un duelo visual en el que disparaban preguntas para las que se habían esfumado las respuestas (¿Pero es que ella amaba a ese hombre?). Cuando se nos termina el silencio es como si terminara todo, dijo finalmente La Bruja. Él continuaba mirándola detenidamente. Pero no puede concluir lo que no inicia. ¡Basta, Ánxel, deja de observarme! Parece que pidieras indulgencias o como si quisieras hacerme sentir culpable. Él dio la media vuelta y caminó hasta la ventana que daba a la calle, la luna colgaba blanca, incompleta desde algún punto del techo oscurecido. Ella apagó el cigarro y se puso de pie. Ha sido una velada interesante, Ánxel, con el espíritu que tienen las acciones que suceden por última vez. Pero él no se volvió para mirarla (ella le había exigido que no lo hiciera), aun así le arrojó un beso que no alcanzó su objetivo pues ella caminaba ya hacia la puerta de salida. La escuchó bajar las escaleras y creyó oír también el pulso de su corazón en fuga. Volverás. Tenía los ojos aguados y en los bolsillos de su chaqueta un par de entradas para el cine. Hasta mañana, brujita linda, que las hadas te cuiden y te devuelvan a mí.
¿Qué pasaría contigo si mañana descubrieras que La Bruja ya no existe, que abandonó la ciudad, sola o acompañada y que ya no la verás nuevamente? Ánxel abrió los ojos desconcertado sintiendo una opresión en la garganta, fue por agua y avanzó hasta la ventana. La verdadera pérdida es irreversible. El ulular de las sirenas salpicaba el silencio de la noche y aun así la ciudad dormía bajo una atmósfera electrocutada. ¿Y si ella desapareciera definitivamente? Volvió a la cama y tras encender la luz cogió del buró el libro que llevaba aguardando varias semanas ser leído, lo hojeó vagamente incapaz de recordar la trama (¿Y si La Bruja?). Más lejano que nunca le parecía más que un título la sórdida realidad que deseaba conjurar. ¿Si La Bruja desapareciera? Arrojó el libro otra vez sobre la mesa y sintió la necesidad de llorar. Si lo logró, no se lo dijo ni a sí mismo.
Soy el instante previo al suceso, la nanonésima fracción del segundo anterior al impacto de la roca con el suelo, el espacio medio entre los cuerpos próximos a colisionar, la zona liminal, el limbo, la tierra de nadie, el grado mínimo antes de que la tangente tienda al infinito. Siempre estoy a punto de suceder, soy el que no ha ocurrido y ahora quiero acontecer imploraba Ánxel ante la puerta de la casa de La Bruja, su voz se ahogaba en el eco de los truenos. Una urgencia vital lo había arrostrado hasta ahí, no era culpa del alcohol o de alguna otra sustancia; era el aire de la ciudad el que se le había vuelto irrespirable y estaba ahí buscando oxígeno para hacer la combustión necesaria y continuar con vida. Golpeaba la puerta con la fuerza suficiente como para derribarla pero La Bruja no respondía. La lluvia era inminente pero esta vez no maldijo el camino recorrido para llegar hasta ese lugar. Insistía llamando. No se iría; alguna vez ella tendría que aparecer y aun si no lo hiciera él aguardaría hasta que el cansancio lo instara a marcharse. Una gotas rodaron por su cara (fragmentos de un te amo guardados mucho tiempo), segundos después un aguacero le bañaba el cuerpo. La ventisca devino en un vendaval que lo estrellaba contra la puerta. Se apostó bajo un alero y se cubrió el cuerpo con los brazos tirando hacia dentro de sí. No buscaría refugio –sería como huir-, después de todo se trataba únicamente de mojarse un poco; se secaría esperando a La Bruja. Su mente era un puzzle al que le faltaban piezas. Para compensar la carencia pensaba que ella en algún momento tendría que abrir y al descubrirlo sólo podrían ocurrir dos posibilidades: que lo echara o lo invitara a pasar. Y si al amanecer ella no saliera, se marcharía y lo intentaría otra vez. Mientras ella existiera había la probabilidad de coincidir. Aterido se empeñaba en suponer que sobreviviría a la tempestad, que arreciaba y salvo las señales eléctricas a lo lejos ninguna otra anunciaba que La Bruja aparecería en su horizonte. ¿Sobre quién descargaría su furia Dios si no existiera yo? ¿Sobre los sabios y apasionados musulmanes? Pero esto me pasa porque he decidido quedarme aquí, feminizarme en la espera de ti, Bruja bendita, aguardando a que surjas y rompas el hechizo de los seres de la noche.
Clareaba cuando La Bruja abrió la puerta. Ánxel, empapado, le aguardaba de pie y se aseguró de lucir presentable ante los ojos de La Diosa (como decidió nombrarla cuando descubrió que había sobrevivido a la tempestad). No te escuché llegar. No importa. Supongo que estás bien. Ahora que estás cerca lo estoy. Lo invitó a pasar y Ánxel avanzó hasta el cuarto de baño para remediar su desazón. Conocía a detalle el espacio de La Diosa pero esta vez andaba a tientas, con las reservas propias de un extraño en casa ajena. Ella le sirvió café y lo aguardaba fuera del baño; lo sorprendió desnudo. Debes estar a punto de morir de frío. Él aceptó la bebida y aparentó no inquietarse por su estado. Hemos cambiado, Ánxel, a mí no me importa llevar una media rota y tú has optado por el estilo libre: el glam ha caducado. Ánxel sonrió pero se mantuvo sin moverse. Le parecía tan bella; nunca la había visto con detenimiento al amanecer (y muy probablemente a ninguna otra hora). Pero ahora le resultaba particularmente hermosa como esas flores de los espacios ajardinados que muestran desafiante su belleza después de una tormenta.
Cuando pasaron al jardín habían transcurrido algunas horas. Ánxel había encontrado algo de ropa en el armario de La Diosa y ayudado –por sutil petición de ella- en la preparación del desayuno. No parece tan mala la vida en común había pensado al momento de servirle la fruta. Habían reído mucho recordando anécdotas que suponían extraviadas en los surcos del olvido; pasaron el silencio por la noria tantas veces hasta agotarlo. La imagen que Ánxel veía de La Diosa le parecía sublime y lo obligaba experimentar un reconcomio por su alta impostura (que se juraba a sí mismo dejaría atrás). Ella parecía divina, un cuerpo celeste, brillante, como si de sus ojos verdes irradiara toda la luz que necesitaba para ver y que lo mantenía imantado a su presencia. Ella era otra; corrigió, no, yo me siento otro. Tú no cambiarás jamás, Ánxel, uno no puede yacer bajo una tormenta toda la noche y secarse al día siguiente con el alegato de no recordar nada de la vida anterior. La amnesia por evaporización no existe. Déjame intentarlo, suplicó. El café daba a la charla un toque cálido de dos reencontrados a mitad de un jardín anegado que evocaba esas fantasías de Oriente. Ánxel miraba las manos de La Diosa rescatando a un cocuyo de la humedad de una rosa. Me salvarás a mí también, empoderada misericordiosa, de perecer en las aguas repletas de furia, de vagar infinitamente por el desierto. Tú eres mi tierra prometida y no adoraré a nadie más fuera de ti, mi Diosa llena de gracia y generosidad. Oh, tus manos, Diosa nívea, permíteme que esta vez suceda, que caiga, que ruede, que gravite, que grazne, que ocurra de nuevo, que me consolide, ayúdame a no desaparecer sin haber existido, que no oscurezca para siempre sin haber amanecido. El insecto remontó el vuelo y se extravió entre el rosal. La Diosa volvió hacia él y le dijo: eres un bicho raro, Ánxel y esa rareza es tu cualidad y tu mayor defecto, tu marcaje personal. “Tocada por Ánxel” se lee a tu paso. Siempre te he considerado autosuficiente, libre; y resulta que me pides (¿a mí, La Bruja o La Diosa?) que te permita intentar ser tú. La humildad no figura en tu lista de imprescindibles. Ánxel se sintió el cocuyo rescatado y vuelto a caer en el agua pero no de manera accidental sino con alevosía, casi con su permiso. Entiendo. The weight of the world is love. Ella solamente sonrío y miró hacia otra parte. El café se agotó en sus tazas y el bochorno que levantaba los urgió a volver a la casa. Ella olía a rosas, a noche, a oportunidad. Te deseo. Es el único verbo que sabes conjugar. Ánxel se estremeció como un puberto en su primera cita. Ella lo encaminó hacia la puerta de salida. Gracias por la visita, Ánxel, la hemos pasado bien. Amén hubiera querido responder si las palabras no se le hubieran centrifugado en la garganta. Los ojos de ella seguían emitiendo toda la radiación que le permitía ver más allá de si. Avanzó como tirado por un eje magnético, sin protestar, enmudecido. Un beso aromado fue al regreso su único equipaje.
¿Había sido un sueño aquel pasaje en compañía de La Diosa? Se preguntaba Ánxel mucho tiempo después mientras contemplaba las hojas del almanaque acumuladas en la papelera. El sol se ahogaba a lo lejos. La Diosa parecía haberlo resucitado y necesitaba ir a su encuentro para agradecérselo. Quería ir a buscarla, volar hasta ella y adorarla; no ser sapo sino súbito. Ansiaba cubrirla de besos, perderse en el umbral del éxtasis y adorarla. O atender sus deseos, complacerla. Tenderse ante ella y acariciarle los pies y experimentar su estremecimiento en sus manos, sostener en sus cuencos su divinidad. Necesitaba memorizar su olor, embriagarse de su compañía, agotar el tiempo sin acelerarlo, compartir el frío y la ausencia del mismo. Luego, si ella se lo permitía, desnudarla despacio –festina lente-, tocarla con la sensibilidad y la extrañeza del cuerpo deseado y desconocido. Amarla por primera vez con la experiencia que da la última; a un ritmo acompasado y no con la velocidad tsunami del que se inicia en amores. Sin arrebatos. Percibir los contrapuntos y las variaciones del mismo cuerpo convertido al tacto en otros cuerpos. Amar amando, seducir siendo seducido. Descifrar el lenguaje críptico, casi cuántico, del cuerpo que nos somete y libera a una vez. Entender, fugazmente, la vida desde la sumisión. Entregarse todo con madurez y no como tardío adolescente.
Por ello la sensación que experimentaba le parecía sublime, enajenante y no quería abrir los ojos, si acaso soñaba, para no terminar abruptamente con ese placer. Necesitaba mantenerse asido a la tibieza que lo acompañaba y abandonarse al tacto de la mano diestra que lo desnudaba. No podía ser real tanta vivencia. Despierta, Ánxel, despierta, se repetía, despierta y convéncete de que este momento está ocurriendo; al fin eres acto y no potencia. Se sentía próximo a la conquista del único pináculo que no había alcanzado. Consciente de una caricia desconocida abrió los ojos y rodó hasta el suelo. Sobrexcitado contempló ante él a La Cara de Angustia que lo miraba con extrañeza por no suponer que aquella visión desbordaba coquetería. Ánxel frotó sus ojos y vio hacia la cama; La Perversa le sonría desde el valle del silencio. Se apresuró a encender la luz y creyó ver el cuerpo de La Diosa convertida otra vez en La Bruja huyendo por la ventana. No te vayas gimoteó y volvió a la cama. Me estoy volviendo loco. Se hundió entre las sábanas y encendió el televisor en MTV. Después de auscultarse minuciosamente comprobó que no tenía fiebre ni ninguna dolencia que acusara el desorden de su mente. Es el silencio lo que me sienta mal, recuperó de la maraña neurálgica. Sumido en un falso estupor consiguió engranar las partes del sudoko emocional. Levántate, Ánxel, no puedes esperar más tiempo, la noche es tuya; la fauna nocturna reclama a su rey.
Lo último que Ánxel sabía de La Perversa era que trataba de apartarse de lo que llamaba la senda del mal; quería abandonar los parajes nocturnos para permitir que su belleza fuera devorada por la luz, ya como afanadora en una empresa de limpieza o como vendedora de productos de belleza de puerta en puerta e incluso retomar sus estudios abandonados cuando debutó entre las sombras; haría lo que fuera con tal de recuperar el sentido de la vida buena. Se trataba de ser visible, La Niña Buena, La Redimida y estaba dispuesta a conseguirlo; se esforzaría sonriendo al mundo con cara de Quiero ser feliz, denme la oportunidad de lograrlo. Oh, La Perversa implorando, pensó, con lo linda que luce con su mirada de Ansío ser tuya. Toda una catástrofe sería su ausencia en el universo neblinense. El taxi aparcó frente al Metrosexualia, el antro donde La Perversa daba su show de despedida desde hacia un mes. Ánxel entró respirando de golpe toda la atmósfera. Otra vez la noche con sus sombras y sus colores, porque el sitio desbordaba cromatismo, la niebla nicotinesca, la grisura etílica, el deseo radiactivo igual que un mal olor impregnándolo todo. Ocupó un lugar estratégico para mirar a La Perversa sin que ella pudiera verlo y desde ahí contempló el llano en brama. Ordenó un vodka y encendió un cigarrillo (justo cuando creyó que abandonaría el vicio, bah, es como La Perversa, un mal bendito). Tras el humo miró a una pareja masculina tomada de las manos, más allá, un par en plena colisión labial y en la barra, un encontronazo de chicas oscuras que le hicieron recordar Mujer contra mujer. ¿Dónde has caído, Ánxel? Se cuestionó, sólo por considerarlo políticamente correcto pero la imagen de La Perversa le atomizó la respuesta. Un travestido estrafalario le arrancó una sonrisa.
Esa exhibicionista ridícula es la Laika. Ánxel se giró y vio a un hombrecillo bien vestido que le acercaba su bebida pero el excesivo maquillaje que lucía en su rostro le hizo recular. Supongo que es la primera vez que vienes aquí porque nunca antes te había visto. Ánxel asintió y dio un trago al vodka. No te preocupes, dijo el hombre con una voz masculina que pretendía ser femenina y tan delicada que evidenciaba que era hombruna, aquí la pasarás muy bien; el Metrosexualia es un lugar discreto y seguro, ideal para primerizos y le guiñó el ojo. Sin solicitarlo se sentó junto a Ánxel y se presentó con un nombre inventado con fonemas de otro mundo. Mira a la perra ésa, seguro anda pacheca, la pobrecita, cuando no está en La Luna se pierde en El Infierno. Al percatarse que Ánxel no entendía nada aclaró: son dos antros de poca monta en las afueras de la ciudad, por eso viste así, es su glamour de la periferia. Se la vive drogada, es la única manera en que consigue volar. ¿Y tú, guapo, cómo te llamas? ¿No serás chacal, verdad? Ánxel no respondió. No importa. Los primerizos siempre se cohíben cuando están en un antro de ambiente, poco a poco se relajan y terminan integrados a la fiesta; porque cuando esto se pone bueno somos como una gran cadena rosa de afectos superlativos. Ánxel sonrió y le ofreció un cigarro, que el otro aceptó y encendió con premura. Yo también fui como tú: buga, pero de eso hace ya mucho tiempo, y alargó la u como si mugiera. Aspiró con fuerza y lanzó el humo como si fuera una fumarola. No te creas, yo también tuve mis novias, vivía en el desmadre y mi fiesta parecía infinita, pero no te miento, a veces sentía curiosidad por ese placer masculino que sólo otro hombre te puede dar; pero tú me creerás, siempre supuse que era culpa del alcohol o la camaradería en el bar, ya sabes, fuera de ese espacio de machos no puede uno mostrarse afectuoso porque entonces la sospecha de que eres rarito te estigmatiza y no hay marcha atrás en la recuperación de la hombría, así lo pruebes miles de veces. El hombre caído es un puto condenado a no levantarse jamás; ni para leña sirve. Ánxel escuchaba atento mientras miraba de vez en vez a La Laika gravitar en el escenario. Pero todas esas cosas que dicen no son ciertas. Al menos yo no me las creo. Es tan difícil ser varón. La Hetera –así la había bautizado ya Ánxel- sorbió de su cerveza y continuó. Próximo a casarme mis amigos de la empresa trasnacional donde laboraba organizaron la clásica despedida de soltero, entre las chicas del show iba también un streaper, dizque para el desmadre; y efectivamente así fue, ya entrados en la burbuja festiva terminé teniendo sexo con el chulo en el baño de mi departamento y así de golpe, en la primer embestida descubrí una nueva forma de nombrar el placer y mi tendencia homosexual y que mis amigos no eran tales. El dolor vendría despuesito. La mecha estaba encendida y la bomba estalló, pero no me arrepiento. La Hetera hizo una pausa para limpiar el sudor y retocar el polvo de la cara. Ánxel aguardaba impaciente que apareciera La Perversa y pusiera fin al relato iniciático. Pero el otro continuó desmemoriando su historia. La aceptación llegó con el tiempo, con el rechazo de la familia y emparejado con los recibos de agua, luz y teléfono del departamento a donde nos fuimos a vivir mi pareja y yo. Vivíamos de mis ahorros mientras encontraba otro empleo que no me solicitara la prueba de Elisa ni preguntara si daría mi apoyo al matrimonio homosexual. Ánxel apuró el trago y ordenó otro. La Laika se despresurizaba sobre una mesa abandonada. Pero la historia de amor terminó, conseguí trabajo aquí y desde entonces no la pasó tan mal. Brindaron por el encuentro aunque Ánxel desesperaba por ver el show. La Hetera lo conmovía por su facilidad para desgajarse ante un desconocido sin temer al rechazo o a la burla, o peor todavía, a la indiferencia. La Hetera que parecía leer entre sienes apuntó: la primera vez que te entregas da miedo, sientes miedo al dolor, a caer, a extraviar el camino, a no volver. Pero después de probar los matices del miedo éste se diluye y puede decirse entonces que estás enamorado o así te lo parece (es lo más cercano a declararse loco) y destruyes los mapas, la brújula, los señalamientos, todo aquello que te permita situarte, porque lo único que quieres es precisamente perderte. La desintegración en el otro es peligrosa pero infinitesimalmente reconfortante, leí en alguna revista. La música ambiental del principio varió bruscamente a una más romántica. ¿Bailamos? Ánxel se negó y encendió otro cigarrillo. Tienes mucho silencio en tus ojos, me encantaría llenarte de ruido. Ánxel sintió de repente una oscilante fricción en su pierna cuyo calor ascendía al centro de su cuerpo y comprobó que el deseo es un pájaro ciego que da tumbos por la piel como si de un cielo caído se tratara. Apartó su extremidad y aplaudió al show de La Perversa que ya iniciaba. Alguien tiraba de La Laika para alejarla del escenario. La Hetera sonrió a Ánxel y se unió a los aplausos de los demás. Su show, había concluido.
La Perversa inventó el espacio y el sonido con la ondulación de cuerpo. Su cabello fue un camino rumoroso que conducía a todas partes y a ninguna. De sus caderas pendían ojos machos, ojos rabiosos, ojos vampiro. Sobre su pelvis las arañas del placer competían por la mejor tajada de la presa. Ánxel le arrojó un beso al ombligo que emitió mil brillos en las cuentas de sudor que escarchaban su cuerpo. De los soles gemelos irradiaba calor que elevaba exponencialmente la temperatura hasta evaporar el mercurio de cualquier termómetro: 100º sexus. La Perversa abandonaba el mal desnudándose en la oscuridad para complacer al otro, ofrendando su cuerpo al crisol de sus verdugos para retornar virgen al buen sendero; samaritana y sierva de la noche, bautizada de besos y lascivia, ungida por la savia seminal, guiada por la luz del cirio del deseo. Redimida. Al enésimo trago La Hetera reiniciaba decidida su ataque seductor, katiushas del desenfreno, pensaba Ánxel; un esfuerzo inútil resultaba su intento de vencer a quien conoce de trampas. Le resultaba absurdo, grotesco, pero La Hetera no se rendía y ya ofrecía amorosa el jugo de la mañana y el beso de las buenas noches. Sus manos se alargaban tratando de tocar la entrepierna de Ánxel, Molécula Libidinosa como lo llamaba. Desiste, no pierdas tu tiempo, estos átomos –como tú dices- me pertenecen y se apretaba el bulto, y se los prestó solamente a mujeres. Pero La Hetera no escuchaba o no comprendía porque parecía poseer entendimiento femenino, tenía el cuerpo copado de alcohol y se estremecía como una babosa rociada de sal; igual que un epiléptico en plena crisis, un pez al que han despojado de toda el agua del mar en que habitaba. En realidad la mayoría parecían peces aleteando vanamente en el aire. Los cuerpo iguales se amalgamaban en polímeros orgiásticos y el calor se transmitía por conductos de alta intensidad corporal. Al mirar aquello Ánxel pensó en las leyes de la termodinámica y en las máquinas que se echarían andar –infinitamente si no hubiera pérdida- con la energía acumulada en el Metrosexualia; energía rosa, sin contaminantes, abundante. La Hetera pretendía abrazarlo mientras prometía sumisión cristiana por los siglos de los siglos: si me das en una nalga, te ofreceré la otra sin vacilar, profería grotesca e impertinente. Finalmente apareció La Perversa, Ánxel la estrechó hacia su cuerpo y le ofreció un beso. Veo que conoces a mi amigo, dijo sonriente al maniquí. ¿Me lo prestas tantito? balbuceó el otro. Pero ella le acercó un vaso con agua en tanto Ánxel liquidaba el servicio. ¿Por qué te vas con él? ¿Acaso eres lesbiana? La Hetera giraba sobre su propio eje buscando asideros. Ánxel se acercó y le musitó al oído: lo siento, creí habértelo dicho, soy irreversiblemente heterosexual. Al escuchar aquello La Hetera emitió un bramido que recordó a algunos, el canto de la Callas en plena abyección onassiesca.
Ánxel y La Perversa iban por la calle riendo aún por la broma realizada a La Hetera; declararse heterosexual converso me resulta cómico, decía él, asumirse heteroflexible es una provocación ferromagnética para cualquier gay en apuros. Pero él era un buga desprejuiciado que se había iniciado en amores precozmente y no daría marcha atrás en sus convicciones, menos ahora que llevaba del brazo a una mujer ígnea como La Perversa, con quien había experimentado el placer en todos sus reveses. Nomás imaginarlo crecía entre sus piernas el deseo de poseerla y atrapar su cuerpo bajo las sábanas hasta que se agotara la madrugada y ella recupera, otra vez, su espíritu de mujer mala. Buenas noches, amigo. Ánxel reconoció rápidamente la voz y luego la silueta apostada junto a un taxi. Dante. Así que Casanova regresa. Éste sonrió y le presentó a La Perversa; los ojos del joven no abarcaban el asombro que le causó estar frente a un cromo de gran formato. Fiuuuuu, te rayaste mi buen. Lo cual ella no escuchó porque aguardaba ya dentro del auto. Nunca la había visto tan cerquita. Ánxel le dio una palmada en la espalda y le urgió a partir.
Enfilaron en dirección a donde vivía La Perversa que bajó el cristal de la ventanilla para refrescarse con el viento de la madrugada. Atrás dejaba una vez más el sonido de los hielos cayendo dentro de los vasos, el equilibrio que exige andar sobre tacones altos, el peste del humo y el olor a rancio de su camerino. El eco de los aplausos se iba diluyendo en el solvente sereno de las horas. Su mano se aferraba a la Ánxel, con quien se sentía segura y más que deseada un tanto querida. Nunca temía entregarse a él porque cuando la tocaba la enfrentaba a ella misma en esa búsqueda que con otros ni siquiera se planteaba. Había querido ser monja pero su ordenación culminó bajo la sotana del cura de la iglesia de su barrio. Hacia tanto tiempo de ello, que se creyó virgen la primera vez que tuvo sexo con Ánxel. Él había sido tan considerado y le había revelado un universo ignoto que se aferró a la idea de que él era quien la había iniciado en el juego de la carne; formaba parte del mito de La Perversa, y había funcionado. El aire le hidrataba el rostro y le humedecía por dentro el corazón lleno de recuerdos, se mantenía ajena a la plática de los hombres y sabía que estaba ahí, porque Ánxel la obligaba a ser ella. Pero éste tampoco conversaba con el taxista, respondía con monosílabos a las preguntas de Dante o eran anécdotas acaso, no importaba. Tenía urgencia por estar en intimidad con La Perversa y extasiarse en ese cuerpo empeñado en santificarse. Dante hablaba de la buena suerte, de los sucesos de la noche, del clima, de las mujeres, del sexo que quería experimentar y que por güey todavía no había logrado, se quejaba de aquellas situaciones que ansiaba vivir o que suponía tendría que afrontar y que no llegaban; sentía que a su edad había asistido a su existencia desde la butaca de espectador y a su juicio eso era una injusticia, él quería estar en primera plana apropiándose de su destino, pero sus comentarios se perdían entre los ecos de la noche.
Llegaron a donde vivía La Perversa. Un espacio modesto por el que pagaba un alquiler barato en pleno boom de las inmobiliarias. Descendieron del auto e invitaron a Dante a tomar un trago. El joven vaciló por un instante pero se decidió al mirar una vez más las formas de La Perversa. Total, lo único que puedo perder no importa. Tenía la cuota completa y por estar cerca de esa mujer, creyó que valía la pena adelantar el final del turno un par de horas y renunciar a un ingreso extra. Bajo la luz amarilla de la estancia La Perversa se rodeaba de una aureola que podía hacerla pasar por santa. Sentados en la sala, Dante la contemplaba con recelo, escudriñándola. Respondía a las preguntas de los dos pero seguía sintiéndose nervioso. Al segundo trago su vista tomaba la dirección hacia el deseo. Ánxel encendió un cigarro que finalmente no fumó, se lo pasó a La Perversa que también lo rechazó; recostado sobre las piernas de ella observaba el techo y apenas entendía de qué hablaban ahora ella y el taxista, parecían animados y no se esforzaba ya en ingresar a ese circuito. Dante ignoraba que se hallaba ante Beatriz y que pronto escribiría el inicio de la tragedia de su vida. Los ojos de La Perversa le brincaban en el cuerpo como grillos malheridos, era un cocumen que le urgía a tocarse, a querer arrancarse la piel. Avergonzado pensó en los condones que guardaba en el bolsillo del pantalón. Ánxel se incorporó y dio un beso breve a La Perversa, depositó el vaso en una mesa próxima y se alejó de la sala. Salió hasta la acera. El viento soplaba frío y el cielo lucía nítido, como recién barrido, sin una sola estrella visible. Pensó en La Diosa y avanzó unos pasos con las manos en las bolsas de su chaqueta. La evocación le trajo el aroma de las rosas, la humedad de la tormenta, el verdor las aceitunas de sus ojos y una erección. Deseaba estar con ella pero ignoraba dónde se encontraba, así pasa con las diosas, están en todas partes y en ninguna. Sintió más frío y entró al coche; había tomado las llaves de donde las dejó Dante. Adentro la temperatura era agradable y volvió el recuerdo de La Diosa como una infusión tibia que le hizo necesitar con urgencia la desnudez vertiginosa que lo hacia volar. Mi bruja, mi diosa, mi bruja, mi diosa empezó a repetir mientras se recostaba en el asiento del taxi y empuñaba el arma que le urgía a pelear e ir en busca de ella.
Dante desconocía cómo había llegado hasta ahí. Pero se hallaba sin camisa de espaldas sobre la cama de La Perversa que le recorría el torso con las uñas más filosas que él recordara. No dejaba de mirarlo como si quisiera reproducir su forma del otro lado de sus ojos, adueñarse de su cuerpo lampiño, esbelto, lleno de deseo. No sabía qué hacer, había imaginado tantas veces este momento y justo ahora no tenía idea de qué dirección seguir; su inmovilidad le causaba malestar en su hombría. Pero cuando se viaja con un conductor designado uno solamente se deja llevar, y eso fue lo que hizo. Su Ánxel de la guarda no estaba cerca para guiarlo; lo había traído hasta ahí y él había decidido dar el siguiente paso -¿o fue ella quien inició todo?-, así que no se rendiría; estaba convencido de ello definitivamente. Entonces sintió la boca de La Perversa mordiéndole la piel y él se estremeció electrocutado por la descarga de adrenalina que aquellas dentelladas le provocaban. Ni cuando rebasaba el límite de velocidad permitido había experimentado esto. Las caricias de La Perversa escurrían cuerpo abajo y él se estremecía como un fauno caído en la trampa. Sentía que debajo de la piel un auto a gran velocidad le calentaba la sangre. Espera, se decía, cambia a tercera, oprime el clutch, acelera y enfrena, no pierdas de vista el camino, los ojos al centro de la vía; observa por los espejos, mantén el control, no des vuelta en contrasentido, rebasa sólo por izquierda, enciende las luces, no rebases con línea continua, avanza despacio, en primera, tenemos toda la noche para llegar a nuestro destino. Se desvistió por completo –ya sin un asomo de vergüenza- y colocado sobre el cuerpo de La Perversa repitió el ritual al que ella lo había sometido. Contempla, siente, aspira, provoca, degusta, enciende, libera, lento, nene, siempre lento, la velocidad es para los suicidas; encuentra su ritmo, entra en resonancia con su cuerpo, consigue que se desprenda de su piel, adivínala y ofrécele eso que está necesitando y no es capaz de nombrar, recordaba de súbito Dante las palabras de Ánxel y el instinto obró sus artilugios. La Perversa se revolvía entre las sábanas y se entregaba dócil al sacrificio de aquel sacerdote casto cuyas manos limpias la preparaban para la inmolación en la piedra sagrada. Dante no dejó un espacio sin besar ni zona sin horadar; había aprendido en la andadura el algoritmo de los cuerpos en celo. Cuando su cetro traspasó el templo otrora profanado había arrancado a La Perversa una oración suplicante, una promesa y un salterio de plegarias a las cuales había respondido a todas que así sería. Dante burlaba los círculos infernales como si tuviera alas y avanzaba diestro por el Minos femenino cual asiduo morador del laberinto. Ahora La Perversa cabalgaba sobre un centauro sometido y le ofrecía saciar su sed en las rocas blandas de sus senos, que él bebía ansioso y agradecido. Para Dante aquello superaba sus fantasías playboyescas y burlaba el cerco de prohibiciones aprendido en su infancia que ya le resultaba distante cuando no ajena, un territorio perdido. La Perversa lo dinamitaba todo y él quería prolongar su visión del paraíso, acampar más tiempo, quedarse en ese centro marginado del mundo que se le revelaba un espejismo. Repasó el reglamento de tránsito artículo por artículo, los bandos municipales y los manuales del buen conductor; necesitaba posponer el orgasmo definitivo. Repitió los elementos de la tabla periódica, los que apenas recordaba, pero esa estrategia no le funcionó, pues La Perversa era el oxígeno y el azufre, el sodio y el oro, las tierras raras y los metales de transición. Se desplomó sobre su espalda luego de verter el mercurio que rodó hasta las sábanas. En la voz de trueno que emitió La Perversa creyó escuchar que ya era salva, que había sido redimida, lavada por los aguas salobres de un nuevo bautista. Exhausta buscó su boca y se abrazó a él, el cordero que resoplaba desfalleciente; la salvación la había alcanzado y la hacía sentirse feliz. Rendida se estrechó más a Dante y se durmió. De a poco éste recuperó la secuencia de sus pensamientos; la madrugada se había hecho corta y la densidad de su cuerpo se agravaba. Pensó en Ánxel y escuchó que la lluvia comenzaba a caer. Hubiera querido salir a su encuentro pero el calor envolvente de La Perversa le impedía huir. Los latidos del corazón de ella fueron la canción de cuna que lo entregó al descanso.
A punto de concluir las vacaciones, Ánxel seguía desconociendo la ubicación de La Diosa. Yo te busco, le había prometido ella (no me llames, no me escribas, yo te busco), pero los días se habían sucedido y el silencio agigantado de tal modo que no tardaría en declararse derrotado por la pausa luego de que la espera terminara por expulsarlo de sí mismo. Había fracasado en los intentos de volver a su antiguo régimen; era inútil insistir en ello, pero si La Diosa no aparecía tampoco tenía sentido continuar con la existencia semivacía. Pensaba en esto mientras avanzaba por los pasillos de un centro comercial luego de dos días de estricto aislamiento. La pulcritud de los pisos le revelaba un hombre hastiado de la vida, vencido por alguna fuerza mayor que la inercia; quizás la de la desesperación. Todavía recordaba la noche del Metrosexualia, no se había despedido de La Perversa ni de Dante, la habrán pasado bien, supongo, se dijo a sí mismo y la hipótesis de la felicidad ajena le aguijoneó alguna parte del cuerpo que no logró identificar. Nadie supo después, nada de él, lo que confirma lo vulnerable que es la presencia o lo fácil que es caer en la desaparición; somos prófugos del olvido. Había estrechado sus paréntesis hasta el extremo de ser solamente un punto, uno que ahora se prolongaba en una lánguida línea recta hacia las escaleras eléctricas. Andar le resultaba tedioso: los pasos se vuelven de plomo cuando estamos solos. Ascendió meditabundo buscando dentro de sí las llaves que abren hacia el exterior donde el aire limpio abunda y es posible respirar mejor. Entonces acaeció el milagro, en la escalera que conducía hacia abajo descendía La Diosa. Todavía aturdido por la sorpresa –donde naufragó unos segundos- la llamó y ésta respondió con una sonrisa que lo salvó del pantano de su rutina. Ella era la luz primera de la mañana, de esa mañana que se había tardado mucho en suceder. Impedido para saltar a la escala paralela trepó corriendo dando tumbos con la gente que ascendía sin prisa. Confiaba que ella lo aguardaría abajo pero cuando inició el descenso La Diosa mantenía su avance frenético eludiendo saludos y aparadores, parecía un robot. Era el segundero eterno de un reloj atómico y él hubiera querido tener alas para darle alcance más pronto. Mientras corría recordó la Paradoja de Zenón; él era la liebre dando saltos de tullido, ella la tortuga atemporal, por más que avanzara nunca la alcanzaría. Abatido, finalmente la encontró frente a un escaparate de zapatillas. Cenicienta se habría perdido el baile si hubiera tenido que elegir entre decenas de pares. Tal vez hubiera ido descalza, alegó él recuperando el aplomo. He pensado en ti, Ánxel. Yo también. Pero necesitaba que tú también lo hicieras, es decir, que pensaras en ti. No tengo nada que... Vamos, Ánxel, exclamó disgusta y lo arrastró hacia pasillos menos concurridos, no puedes suponer que no tienes nada qué reflexionar. Tú vida ha sido un desastre. Sólo quiero disfrutar lo que siento. El sentimiento es efímero y no basta; tú lo has dicho: el amor viene y va. Fue un desacierto. No te retractes, si a la emoción no le colocamos amarras huye, tú lo sabes mejor que yo, Ánxel; eres tú el racionalista, el objetivo, el efecto-causa. Pero también hay situaciones que suceden sin que se evidencie un antecedente, dijo él. ¿Por qué intentas destruir mi concepto de ti? Existe un principio de incertidumbre. Todo no solamente es relativo sino incierto, estoy convencido de ello. Basta, corazón cuántico, no pretendas volverme loca con tus nuevas teorías. Yo estoy loco por ti, ¿por qué no me crees? Ánxel, ¿cuándo sabes que la luz se comporta como partícula y cuándo lo hace como onda? Él no respondió. Se sintió vencido por aquel argumento de su Diosa que lo despreciaba o que se cobraba muy caro los desplantes del pasado. Sin protestar ingresó tras ella en una boutique de marcas exclusivas. La frivolidad de la moda existe porque estamos aquí cumpliendo el ritual de comprar y desechar cada temporada; sin este interés no existiría esta obsesión. Ánxel seguía en silencio. Yo estoy interesada en ti y tú estás obsesionado conmigo, la línea entre el querer estar con alguien por amor o por capricho es muy tenue o inexistente, no lo sé. Esta camisa te quedaría muy bien. Me la llevaré. ¿Por qué no me has llamado? También compraré este perfume ¿te gusta Armanimania? Es un tanto loco, lo sé, pero me agrada. He enloquecido esperando tu respuesta. Este cinturón es perfecto para ese vestido blanco que tanto te excita cuando me lo pongo. No te das cuenta que te amo, lanzó Ánxel a bocajarro y clavó sus ojos desvelados sobre la mirada transparente de La Diosa. Tú únicamente tienes miedo, es todo lo que a ti te pertenece y que podrías ofrecer. Te asusta estar solo, te da pavor el silencio, no eres capaz de esperar sino es por una situación específica, nada has dejado al azar y estoy convencida de que has extrapolado el sentimiento en función de mi respuesta. Mi ausencia de estas semanas ha despertado en ti un loco amor por mí cuando en realidad estás un poco desesperado. Ánxel volvió al mutismo y la miró liquidar el importe de sus compras. Salieron cargados de bolsas. Gracias por esperar unos minutos. Él sólo asintió. Si los hombres parieran ya habrían inventado la manera de prefabricar los hijos, listos para ingresar en una incubadora y en cuestión de días aparecerían con el producto en sus brazos; sonrientes, sin dolores ni várices, sin trastornos hormonales, sin kilos de más ni con la piel flácida; ni un mareo ni un antojo, ningún desvelo. ¿Qué satisfacción existe en lo que se obtiene en la inmediatez y sin esfuerzo? Ánxel avanzaba junto a ella y reprimió las lágrimas que hubiera querido llorar en ese instante. Ponte esta camisa el día que vengas a casa a cenar. Luego lo obsequió con un beso de textura frágil, quizás con sabor fino, tal vez de Chanel y desapareció. Ánxel no dijo ni hizo más. Ella era una bruja y lo mantenía hechizado. Había hablado de hijos y de moda dentro de la tienda y evidenciado su incapacidad de amar. Empezó a andar lentamente y recorrió todas las tiendas, de la Armani a la Zegna pensando cómo salir del laberinto. La Bruja era indomable, La Diosa se resistía a ser colocada en un nicho para ser adorada. Mierda. No se hallaba diletante ante ninguna de las dos; la que escapaba de su vida no era una invención de su mente sino una mujer. Y para convencerla de la autenticidad de su amor solamente requería una acción: ser hombre. Apretó contra sí el regalo que ella le diera y echó a correr hacia la salida del palacio de cristal.
Es necesario reaprender a mirar, a tocar, a sentirse otra vez; recuperar el espacio personal y generar una distancia con el resto de los cuerpos, escribía Ánxel en su blog desde el ordenador de su despacho, un cubo luminoso, confortable; su centro de mando le llamaba él, donde revisaba y daba el visto bueno a los proyectos que el ayuntamiento daba a las empresas que ganaban las licitaciones del municipio. Su trabajo le demandaba objetividad a cambio de mucho tiempo libre, que otros perdían en el leviatán burocrático. Sólo se aseguraba que el proyecto fuera funcional, sustentable y sobre todo económico según las premisas del gobierno en turno; si consideraba prestaciones sociales y garantías medioambientales era un plus que a él ya no le correspondía evaluar. El diseño estaba reservado al ámbito personal. La arquitectura había sido una elección correcta que le permitía jugar con el volumen (no imponerse al espacio sino integrarse al mismo) y reinventar las formas naturales, matizar las sombras, colorear la luz, innovar la comodidad, modelar el vacío hacia estructuras habitables. La geometría y la física en sus manos. Echó un vistazo a la hora; aún tenía tiempo y necesidad de continuar escribiendo. Se ha vuelto urgente contemplar desde otras perspectivas, una mirada plurifocal, virar el ángulo de percepción para experimentar otras visiones. Maravillarse ante lo cotidiano con ojos infantiles que redescubren la realidad a cada momento. Para ellos la continuidad –si acaso existe- no va exenta de asombro, cada suceso es único y tal vez irrepetible. Cuando el bebé lanza el objeto al suelo insistentemente no está esperando que alguien se lo acerque, tampoco está probando la ley de la gravedad –contra la que otros combaten-; con su insistencia, quizás, espera que en algún momento el cuerpo arrojado no caiga sino que se eleve o al menos se suspenda para una mejor contemplación de sus propiedades. Es imperativo darle a la vida un matiz de ingenuidad, creer de nuevo en magos y monstruos, en seres alados y tesoros ocultos. Regresar o al menos intentarlo, al estado de pureza, al cero absoluto de la experiencia vital para entender el amor, sus vicios y los frutos de su existencia, vivir a plenitud, en equilibrio. Despejar el pensamiento de ecuaciones y estadísticas, dejar de tasar la realidad e ir tras los bosques y los estadios naturales, raspar el carbono que hay en nuestros pulmones para hacernos más livianos. Desacelerar. Olvidarnos de la bolsa y de las predicciones económicas, del pronóstico del tiempo y del top ten. Apagar el auto, el cigarro y el teléfono portátil; también el televisor. Mandar a hibernar a las computadoras y bajar el switch. Confiar más en el instinto que en la señal de satélite. Rescatar los impulsos de muerte que son, paradójicamente, las pulsiones de vida. Necesitamos una vuelta a la sensibilidad y que sea la emoción la que nos lleve a una nueva inteligencia para salvarnos del Reino de las Bestias en que hemos caído. No más ciencias exactas ni humanismo pasivo sino ciencias humanas que nos liberen de tanta mediocridad.
Ánxel guardó la información tras revisar el texto y corregir detalles y apagó el monitor. Era hora de salida. Desde el ventanal miró que el sol se quebraba y apedazado cumplía su turno. La ciudad era una riada de sonidos y ausencias. Le parecía que ahora le tocaba quitarse el uniforme de hombre antes de adentrase en el cotilleo del tráfico, la prisa y el estrés. Renunciar al nombre para ser No-ser y participar activamente del mundo moderno: número-ciudadano, inteligencia light, cerebro portátil y egosensible. Cerró la oficina y se echó a andar; todavía alcanzó a despedirse de algunos compañeros y avanzó hacia la calle con el deseo de ocultarse en su refugio. Subió a un taxi y se acordó de La Perversa, ahora redimida por Dante, el hombre sin mal. La Perversa y El Ingenuo, si el principio cero de la termodinámica también aplica en las relaciones amorosas, en breve ese par alcanzaría el equilibrio y podrían intentar ser felices en tanto durara ese estado movedizo de la convivencia humana. Pretendió llamar a La Diosa convertida otra vez en La Bruja pero desistió (el taxista dijo algo sobre el estado del tiempo y lo distrajo). Tenía que aprender a esperar y en la demora, despojarse de lo innecesario, revestirse de una nueva virginidad (vamos, sonrió, virgen de segunda mano como La Perversa) y llegado el momento salir al encuentro de La Amada. Trepó los escalones de dos en dos como un adolescente que va en busca de exilios para hallarse detrás de la puerta con un tiempo personal para juntar las partes del puzzle que se sentía desde que se descubrió enamorado. Planeaba ducharse, comer algo ligero y luego redactar las líneas de un informe. Abrió la puerta y percibió que el sol muerto en las aceras ardía intenso en el interior. Era La Bruja, La Diosa, La Mujer la que lo aguardaba de pie, próxima al ventanal tomando agua. Lanzó su embarazo al sofá y fue hasta ella. Intentó pronunciar algo pero los labios femeninos sellaron los suyos y sin luchar, se dejó abatir.
Ánxel despertó al sentir la frialdad que ingresaba por la ventana abierta y al incorporarse del sofá se percibió con el cuello adolorido. Desconcertado se puso de pie y fue a cerrar la abertura. Encendió las luces y descubrió que La Bruja no estaba ahí; nunca había estado. La supuesta presencia vespertina había sido una ensoñación, un imago producto de su fuerte deseo de encontrarse con ella. Se duchó de prisa y comió veloz (aunque engorde, se dijo), redactó lo que serían las primeras líneas de su informe y se echó en la cama sin reparar en la televisión o en los mensajes del teléfono. Si a ella la encontraba en el sueño, dormiría, dormiría y dormiría; ya acontecería que alguna vez entre tanto paisaje onírico coincidieran y no la dejaría partir.
La distancia nos permite una perspectiva espacial, temporal pero sobre todo interior. La lejanía de los amantes acrisola sus sentimientos y decanta sus intenciones; los remite al tedio o los catapulta al siguiente nivel: el de la demanda constante del amado sin desesperar ni fenecer si acaso no existiese pronta respuesta a su solicitud. En este grado del amor, si éste admite estratificaciones, se adquiere la paciencia y la capacidad para disfrutar con intensidad no medible los momentos de compañía. La lejanía contribuye a la adicción afectiva, refuerza los enlaces eroatómicos, transorbitales, que mantendrán unidos durante un tiempo indefinido –mientras dure- a los que se aman. Alguna vez, brujita, echarás a andar hacia mí urgida por esta suerte de imán que también me hace tender vectorialmente hacia ti y te mostraré la función lineal que explica mi deseo, concluía Ánxel de redactar en su blog. Llevaba un mes sin conocer parte de La Bruja y ahora, a través de un escurridizo “emilio” lo invitaba a su casa para cenar. Trae la camisa que te regalé, puntuaba el mensaje, revelándole a Ánxel una zona fetichista que él desconocía de ella. Era ya el mediodía del sábado y acostumbrado nuevamente al trabajo sin ser un workaholic, debía esperar unas horas para ir hasta esa mujer que tanto necesitaba. Había revisado algunas construcciones y sólo aguardaba a que el taxi pasara por él para llevarlo a su refugio. Durante treinta y un días había ensayado lo que le diría a La Bruja cuando la tuviera enfrente, pero estaba convencido que cualquier palabra o estrategia que empleara, un piropo o un reclamo, un te he extrañado o un ¿cómo estás?, se desbarataría ante ella. Que como bruja que era podía adivinarlo todo y evidenciarlo. Esa mujer es una terrorista, se dijo en voz alta. Pero no se protegería más de ella; si resultaba ser una radical se inmolaría con ella, aceptaría la muerte absurda con tal de conjuntarse en su carne y su sangre para siempre.
Las últimas noticias reportaban que Dante y La Perversa vivían un idilio de novela rosa, la exacta replicación de escenas que va tejiendo el relato folletinesco para hastío de quienes lo presencian. Ella había abandonado el trabajo en el bar y él se esforzaba en el taxi más de lo habitual para darse una vida buena. Querían vivir juntos, empezar desde el inicio aunque ambos sabían que siempre se comienza desde algún lugar real y desconocido pero jamás desde la nada. Insistían en querer ser héroes en un tiempo en que no se estilan y para Ánxel esa idea podía encaminar hacia el fracaso su naciente relación. Abanicó el presagio y llamó a la puerta, a la misma que había llamado meses atrás sin recibir respuesta. El timbre sonó otra vez y acomodó la camisa que La Terrorista le exigiera vestir esa noche. Mua, mua, mua. Qué guapo, qué obediente, qué puntual. Ánxel ingresó a aquel paraíso familiar y no obstante, le pareció que algunos elementos habían escapado de su espacio o que ya no existían en su sitio. Sólo cambié el color de las paredes, lo demás permanece casi igual. Casi, ya sabes. Ánxel reparó su vista en la mesa: una vela aromaba la estancia, rosas frescas, rojísimas y vino tinto. ¿Te gusta? Él asintió. Se acercó para abrazarla pero ella se apartó sutilmente como se escabulle un gato. ¿Me sirves una copa? Obedeció. Él era el rehén, el esclavo, la visita. Brindaron arropados también por el silencio, como antaño, ¿recuerdas? preguntó ella. Ánxel sonrió y no se atrevió a perturbar la calma con algún otro comentario. Luego pasaron a la mesa y el tiempo discurrió sin apenas notarlo. Es como antes, pensó él. La Terrorista nuevamente en su rol de La Diosa le acercó un postre casero, receta familiar; es afrodisíaco, especificó. Ánxel aprovechó su cercanía para tomarla de las manos y advertir, entre la atmósfera doméstica, las partículas de Armanimania. Ella le contó de sus planes, la posibilidad de una beca en el extranjero para la que haría oposición. De obtenerla, algún lugar de la España sería su hábitat en los siguientes meses. Ánxel escuchaba y pensó pedirle que no se fuera; estaba convencido de que ella ganaría ese lugar. La Diosa era, además de bella, una mujer inteligente. Si ella partía la perdería irreversiblemente. Será una gran oportunidad, continuó como si hablara del pronóstico del tiempo, podrías venir conmigo, si quieres. Un master en urbanística no estaría mal. Puedo esperarte pero no sé si seguirte. Ella lo miró fijamente. Quiero decir, no es fácil asumir una decisión así, me refiero a lo laboral, implica trámites, permisos, justificaciones; mucho papeleo. ¿Y en lo personal, Ánxel? Sabes que me iría contigo. La Diosa le acercó la copa y avanzaron hacia la sala. Él le acarició sus largos dedos, mantenían un aroma afrutado que le extraviaba todo referente. Tenía deseos de ser sólo pulsión, arrojarse al fuego, abrasarse en la hoguera, pero antes de que él pudiera besarla ella se alejó para depositar las copas en la mesa. El viento que desató su leve giro obligó a que cerrara los ojos, y ella así se lo mandaba esta vez. La sintió colocada detrás de él, pegando su cuerpo en su espalda, cercándolo con sus brazos, bordeándolo con listones hechos de silencio avinagrado cuyo sabor lo refrescaba. Sintió aquellas uñas hurgar entre los botones de la camisa y luego andar sobre su pecho. La Diosa era La Bruja hechizándolo, corrompiendo su fortaleza racional y lanzándolo al vacío. Se dejó desvestir. Experimentaba aquella feria de caricias sin abrir los ojos, como lo ordenaba Ella; no le preocupaba que la fantasía de La Terrorista lo hiciera explotar a mitad de la estancia. No temía a La Bruja que podía envenenarlo con medio beso; estaba dispuesto a caer de hinojos e idolatrar a La Diosa. Pero era una mujer deseante la que oprimía sus senos contra su espalda descubierta mientras le surcaba con las uñas afiladas la piel de su torso. Comenzó a besarle la nuca en un beso que languideció hasta caer en el inicio de sus nalgas. Ánxel separó un poco las piernas para dejarla hacer en él su voluntad, quizás el único deseo de Casanova era dejarse seducir harto de tanto conquistar. Le mandó tumbarse sobre el suelo alfombrado y despojarse del resto de sus prendas; él cumplió la orden y esperó a que la bomba estallara. Ella se montó a horcajadas y le pidió que la mirara. Sorprendido Ánxel la descubrió cabalgándolo desnuda vistiendo únicamente su camisa. Ella le sonrió y lo sometió a una lluvia de besos que él aceptó sin cuestionar, en la distancia había aprendido que la sumisión es también una forma de poder.
Después de aquella noche hubo otras más, unas cuantas salidas al cine, cenas con algunos amigos de La Diosa, una visita a la disco y un par de comidas en las cercanías a la oficina de Ánxel. Encuentros fortalecidos por mensajes vía teléfono celular y de correo electrónico. El teléfono sonó más veces a deshoras y el verano parecía haberse detenido –y ya empezaba la siguiente estación-; como si la traslación terrestre hubiera desacelerado y el invierno austral fuera la antesala de la siguiente glaciación. El cielo de otoño se antojaba lejos aunque el viento nocturno traía cada noche rumores de frialdad y noticias del Viejo Mundo. Atardecía ese viernes y libre ya de trabajo Ánxel arrojaba dardos a un mapamundi colocado en la pared, que tenía el centro herido de saetillas; todas bordeando un solo punto: Madrid. Todavía entraba luz por el ventanal, la ciudad se encaminaba frenética hacia el fin de semana. Lanzó el último dardo y empezó a girar en su silla del escritorio. Aguardaba a que Dante apareciera para acompañarlo al Infierno o algún otro sitio oscuro y solitario de la urbe. La Perversa se había ido y él no encontraba la manera de regresar a la normalidad sin llevar su melancolía. El taxista necesitaba contarle de su pena que era una manera de recordar cuando fue dichoso; embriagarse un poco, tal vez; vodkar su desengaño un tanto merecido aunque no menos doloroso. De pronto Ánxel decidió a dónde irían sin importarle que Dante aceptara. Mientras esperaba no pudo evitar comparar el amor como un juego de posibilidades, lo cual no era novedoso. Sin embargo, millones en el mundo estarían igual que él o que Dante, apostando por ganar sin considerar que existe la misma probabilidad de perder. El curso del amor no solamente es errático o fallido sino también azaroso. Nadie ha sabido adivinar qué sucederá con el sentimiento el día siguiente o la próxima hora. Nos aventuramos a la experiencia amorosa más que vírgenes ingenuos, ilusos, cegados por una falsa sensación de control sobre las variables (uno y otro son las variables de una función que las más de las veces es disfuncional) y descartamos la existencia de un margen de error para no preludiar el llanto. Así que cuando apostamos a enamorarnos ya hemos sido declarados vencidos por esa extraña fuerza que en un principio nos hace creer que hemos triunfado. El timbre del teléfono expulsó a Ánxel de sus divagaciones; era Dante, que atrapado en el tráfico vespertino solicitaba paciencia porque tardaría un tiempo más para llegar. Ánxel aceptó. Las oficinas iban quedándose vacías y el silencio del lugar le agradaba. En la espera planearía su próxima salida con La Diosa. Pero al recordar que el taxista venía a él para aligerar su devastación emocional, recuperó las ideas sobre el amor como un juego fatídico donde el control viene de afuera y todavía nadie sabe exactamente de dónde. Miro otra vez en el mapa a España y le lanzó un objeto pequeño que lo desprendió del muro. Satisfecho sonrió y miró por el cristal; desde ahí dominaba las vidas errantes del hormiguero anónimo que zigzagueante crucificaba el espacio. Se sintió repentinamente un Polifemo semi clarividente que advierte el suceder de los otros pero no puede influir en sus acontecimientos ni modificar las consecuencias de esos actos. Entonces recordó sonriente un reality show de mucho rating en la primavera pasada: Amor sin esperanza.
De hechura hispano mexicana el culebrón real se desarrollaba en escenarios aztecas mayoritariamente. Y la historia iba así. Santi Sobrevilla –españolito majo, guaperas, todo cachas- aguardaba desde su BMW platinado el paso paquidérmico de un grupúsculo de izquierdas inconforme, que reclamaba al gobierno en turno, elecciones libres y limpias. En medio de aquel tumulto, distinguió la belleza de quien luego sabría respondía al nombre de María Encarna –ésta sí, made in México-, exhuberancia bípeda tropical, que al sentirse observada bajó la pancarta contestataria y volvió los ojos hacia el conductor que le miraba absorto. Aquella visión fue como un tiro de gracia; desde ese infausto momento Eros arribista encadenó sus vidas.
A la mañana siguiente –porque en estos teledramas el mañana nunca muere- Santi se encuentra con María Encarna en los pasillos de la empresa de los Sobrevilla donde su padre y él trabajan, que recién licenciada en ciencias políticas, busca una oportunidad en el consorcio telefónico de los prinmeros. Pero el reencuentro se da en un mal momento, cuando Santi la mira y María Encarna sonríe aparece Marion, la princesa cristiana 3-B (buena, bonita y blanca) elegida para ser esposa del soltero huidizo. Pero eso no basta, María Encarna que ha sido condenada a morar entre promesas de amor también debe enfrentar el acoso-cortejo del Chema, el guapillo del barrio que ha jurado “sentar cabeza” si ella le corresponde a su amor 100% ley. Con el drama servido, el espectador debía emitir on line su voto semanal para elegir al personaje que tendría que salir de la trama y también para apoyar a aquellos que salpimentaban la historia que todo el país veía por red nacional en horario estelar.
Así transcurrieron los meses entre las amenazas y chilletas, que Doña Pura Sobrevilla, una adicta al botox y a los spa exclusivísimos, hacia día con día a la sufrida protagonista, a quien odiaba por india; los sinsabores del padre de María Encarna, un modesto mecánico en problemas con Hacienda y viudo ejemplar según el juicio de la gente. Las maldades que Marion fue orquestando contra su rival en tanto se consolaba de los desaires de Santi esnifando coca o haciendo compras desaforadas en tiendas lujosas (media nación aprendió de marcas y tendencias gracias a este personaje fashionista); las promesa del Chema y sus parrandas continuas con la pandilla del barrio; la debilidad de carácter de Santi y sus viajes virtuales a Las Vegas para ordenar su vida y tomar La Gran Decisión; y el llanto soporífero de María Encarna, que un día ha descubierto que la sumisión de la mujer se reafirma en el útero (antes ha sido vencida en la cópula) cuando el esperma cerca al óvulo y empieza la replicación de la conquista (y el padecer de la vencida): el embarazo, el parto, el cáncer; todo lo gravoso empieza con “el”.
El éxito de aquel show iba in crescendo hasta que un día el país completo presenció el empoderamiento de la protagonista; súbitamente María Encarna decidió largarse de la empresa para montarse un chiringuito en La Merced, lejos de las fauces de las fama y para independizarse de su padre y de todo hombre; que ella se declaraba libre e independiente, como la patria; su progenitor finalmente acabó en la cárcel al conocerse que traficaba con auto partes robadas aunque sí pagaba impuestos. Marion se descubrió intercultural y se fugó con el Chema a uno de sus penthouse en una playa del Pacífico, quien se vio convertido en gigoló literalmente de la noche a la mañana. En tanto que Santi asumió su homosexualidad y se volvió a España para casarse de blanco con Hasan Alí, un guapo subsahariano sin papeles que desde la Península votaba clandestinamente para que Santi quedara libre y se encontrara con él en la Costa Azul. Millones asistieron a la paulatina salida del armario de Santi a través de la lectura en voz alta que de su diario hacia cada noche. Durante el show Santi descubrió la pluma (bueno, sus dotes de escritor) y la pluma lo halló a él: un auténtico encuentro de dos mundos. Pese a algunos inconformes – que doquier los hay y de todos los colores-, el culebrón terminó con alto índices de audiencia y enseñando a todos que el amor, que es un juego cruel, no ofrece esperanza pero sí divierte. Dante llamó a la puerta y Ánxel fue hasta él para estrecharlo y al sentirlo tuvo momentáneamente la sensación de que aquel hombre que viera tan feliz ahora era un fantasma.
Llegaron al Metrosexualia cuando en las mesas aún escaseaban los clientes y el nivel de los decibelios permitía escuchar las confidencias del otro. La intención de hallarse ahí, según Ánxel, era exorcizar a Dante de todo remanente de La Perversa. Si la había conocido en un lugar como ése ahí mismo tenía que sepultar su recuerdo. Eso respecto a la memoria. En cuanto al dolor sólo le quedaba asumirlo sin anestesia y en lo posible convertirlo en catalizador para aventurarse en la rutina mientras llegaba otra ilusión, porque a los veinte nadie espera el amor definitivo sino un puñado más de amores fracasados. Esta noche los ojos del joven no brillaban ni se mostraba animoso como otras veces; era un hombre con una decepción que le pesaba más que el cuerpo, así lo pensaba Ánxel contemplándolo gacho, buscándose en el interior de su vodka, naufragando en los hielos y la mar quinada. The weight of the world is love. La Laika se paseaba disfrazada de mujer inconclusa, irreal, sin problemas y atendía risueña a los pocos clientes de esa noche. Dante soltó un par de goterones y preguntó por qué no habían ido al Vancoubar. Allá te atrapará La Cara de Angustia y caerás en la celada posamor. Te refugiarás en ella y le harás el amor pensando en La Perversa hiriéndote estúpidamente; creerás que te salvas cuando en realidad escarbas más profundo y confundirás con claridad la densidad de las sombras. No quiero que sufras más allá de lo que corresponde hacerlo. Todo tiene un límite y no es conveniente rebasarlo. ¿Debo sufrir? Supongo que lo asumiste cuando optaste estar entre sus piernas. Ahora amachina, cabrón.
Pero miren quién está aquí, retumbó la voz aflautada de La Hetera. El buga converso y un amigo heteroflexible, supongo. Con un gesto intimidante Ánxel le advirtió que no se acercara. Oh, sí, estoy horrorizada de ti, te sientes muy hombre ¿no? Macho el que probó y volvió. Ánxel se levantó encolerizado y atenazó a La Hetera que reculaba chillona. Está bien, me voy, ustedes se lo pierden. Nunca he depositado mi masculinidad en mis genitales ni en lo que hago sino en lo que siento. La Hetera se desembarazó de Ánxel y se marchó bufando: cría cuervos y te sacarán del clóset. Dante estaba sorprendido, jamás había visto a Ánxel en plan agresivo y lo admiró veladamente. Lo siento, no era para impresionarte, pero mi tolerancia es de corto alcance. Dante sonrió y encendió el primer cigarrillo de su vida. ¿Lo fumarás? Supongo que alguna vez tendría que hacerlo; será sólo esta vez. Y antes de que el taxista empezara su relato Ánxel se aseguró de que ni La Laika ni La Hetera estuvieran cerca.
Ella se había ido un lunes al amanecer, con la octava de Santa Teresa le dijo, para internarse en un monasterio en una ciudad lejana con la intención de empezar una vida distinta. Iba cargada de libros religiosos, estampas y de su cuello pendía un enorme rosario de palo de rosas que no olía a rosas sino a podrido. No dijo más. Un beso en la frente y que Dios te guarde y salió de la casa. Dante tuvo que correr para alcanzarla y devolverle la llave del apartamento que alquilaba, pero ella ya no aceptó nada, no se detuvo y muy probablemente ni lo escuchó. Un taxi la aguardaba –qué ironía- y el tráfico matinal la engulló en sus entrañas de monstruo hambriento. Después ni un telefonema, ningún mensaje, ni una sola pista para emprender su búsqueda, aun el taxi en que se fugó resultó ser uno pirata. Quizás quería perderse, apuntó Ánxel; se fue dizque para encontrarse. Pero con el silencio creció el dolor en una proporción de uno a uno. Peor que si estuviera muerta. No existían noticias de La Perversa y las pocas cofradías que consultó se negaron a dar informes. La Perversa era La Desaparecida, La Fantasma, la resonancia del adiós que yace suspendido en el aire cuando hemos visto al otro partir. Yo la amaba, gimoteó Dante, no consideré que la perdería; no tan pronto. Ánxel le estrechó una mano y lo instó a desahogarse, como si con la deshidratación del cuerpo salieran a la par de los electrolitos, los sinsabores que no queremos soportar. La Hetera que miraba desde la barra susurró algo a La Laika quien se aproximó a la mesa de ellos con dos tragos “cortesía de la casa”. Y aprovechó para contemplar a Dante por quien sintió pena al verlo maltrecho; le había gustado cuando lo vio ingresar al bar y ahora se sentía doblemente atraída por ese cuerpo joven y herido; sin embargo, ese cachorrito no dormiría jamás en su guarida; al menos no esa noche. Ánxel agradeció las bebidas y encendió un cigarro. Contemplar a Dante caído era remar hacia las aguas de un pasado remoto, a una hora enmohecida, a lugares desdibujados por el paso del tiempo, a una mujer que lo hizo llorar, la que lo deshizo hombre. Mentira que uno está preparado para enfrentar el desamor; no existe plan B para sobrevivir al día siguiente solo, dolido, repleto de preguntas o remordimientos, deseoso de volver el tiempo para situar dónde empezó el final. Dante le inspiraba tristeza (su propia tristeza) porque lo estimaba y porque nunca pensó que se enamoraría de La Perversa –puberto pendejo-, tan errática ella, tan loca, fantasiosa, obsesionada con la idea de ser redimida y devuelta al coro angélico de los elegidos.
Dante ya no lloraba, únicamente observaba a Ánxel con unos ojos que se habían hecho grandes, más acuosos y que evidenciaban la pérdida de la inocencia, la expulsión del edén. Encaraba aquella mirada mientras recordaba lo que él le compartió: no te enamores de la primera mujer porque ella sabe más que tú y jugará a voluntad contigo. Porque no es verdadera, es fugaz y prescindible. Esa mujer existe para probar tu espíritu: si sobrevives eres un hombre; si pierdes no eres nada. Yo creí que duraría mucho más, alegó el taxista, no estaba preparado para esto. Dante, nadie se enamora de la puerta que conduce al paraíso. Parecía el paraíso. Pero era la puerta. La primera mujer es solamente sexo, pasión, ardor, rabia; hay que amar a la última. Pero nadie sabe identificar quién es la última. Si lo supiera estaría aguardándola en un café o en la estancia de la casa, en alguna parada de autobuses, bajo la lluvia. Nadie lo sabe, Dante. Es por instinto que darás con ella. Pero de esto soy el menos indicado para hablar, tú me entiendes.
Salieron abrazados como meses atrás lo hicieron Ánxel y La Perversa, iban ebrios y reían celebrando la existencia de las penas y del amor sin esperanza; con dificultad consiguieron abordar un taxi que los llevó hasta el domicilio de Ánxel. Dentro éste acomodó a Dante en el sofá mientras le preparaba un café. Se lo acercó y se sentó a su lado. Luego le echó el brazo y lo atrajo hacia sí. Entre los hombres existe un código no escrito que nos prohíbe el contacto físico, pero ahora los dos necesitamos un abrazo para no zozobrar en esta soledad de mierda, en el vacío. Dante asintió y lo estrechó con fuerza, como si fuera un niño con miedo huyendo de un fantasma. Hacia el último cuadrante de la madrugada se metieron desnudos bajo las sábanas y Ánxel envolvió a Dante con su brazo y lo acercó a su pecho. Lo escuchó llorar pero desistió de interferir en su proceso emocional, ya agotaría las lágrimas o se sentiría ridículo de hacerlo. Creía que en algún lugar del mundo, si existía, La Perversa rezaría por los dos.
ALFA
A veces todas las noches nos resultan iguales; en otras ocasiones, todos los días nos parecen idénticos. También pueden resultarnos parecidos y distintos a la vez apenas con diferencia de minutos o un puñado de segundos. ¿Cuántas veces hemos manifestado un adiós repentino que no obstante nos salvó de padecer un desamor prematuro? Así muchas veces más nos ha tocado asumir la desilusión por no haber sabido marcharse a tiempo. No saber elegir puede significarnos la diferencia entre la vida o la muerte.
BETA
La Perversa no volvió ni podría hacerlo jamás. La carta que Dante había recibido era explícita: estaba muerta. Y desde ese suceso había pasado más de un mes. La Perversa había terminado sus días creyéndose salva. Una tarde, guiada por una voz interior abandonó el coro con dirección al jardín de la Congregación monástica. Ella, la oveja sedienta corrió hasta el pozo de donde creyó venía la voz que la urgía a lavarse. Fue hasta el rezo de Completas que la comunidad percibió su ausencia. El rosario de palo de rosas anudado en el brocal del pozo fue la señal epifánica. El resto de la historia Dante no la quiso contar; la segunda muerte de La Perversa apenas le significó una lágrima y una demora de diez minutos en la oficina de Ánxel, a quien poco veía desde la visita al Metrosexualia. Ya lucía más optimista y se mostraba repuesto, tal vez porque en su ruta diaria tenía una pasajera habitual.
GAMA
Los seres existen (y se hacen visibles) por su ausencia; por el hueco que dejan. Cuando un cuerpo ya no está, percibimos que ha dejado de ser trivial, anodino y en adelante depositamos toda la atención en ese vacío evidente para colmarlo de propiedades.
Más que amar los hombres añoramos; amortizamos la vida siempre desde el subjuntivo. La cotidianeidad diluye el amor (o lo anula) hasta mimetizarlo con el reporte vial o el informe meteorológico.
Hasta que un cuerpo anulado se marcha irreversiblemente adquiere un revestimiento especial –y espacial- que lo torna un abismo privilegiado entre otros abismos. Tendemos hacia la nada filosófica aunque sepamos que somos carbono y agrupados en una nube carbónica (cuando no radiactiva) seguiremos existiendo hasta las postrimerías del cosmos.
Idolatramos el hueco que resulta cuando la forma tantas veces ignorada, indiferenciada, se ha diluido. Los vacíos de amor son agujeros negros. Racionalistas espiritistas, simulamos horror al vacío y somos excelentes navegantes de la vacuidad.
Si el reposo absoluto no existe, el movimiento perpetuo tampoco. Todo acaba. Todo. Pensaba Ánxel mientras observaba con detenimiento el cuerpo desnudo de La Diosa. Él vestía de rigurosa etiqueta y ella solamente traía consigo el aroma de un perfume caro. El cabello suelto le cubría la espalda pero dejaba al descubierto el resto de sus formas sinuosas. Ambos de pie, él bajo el dintel de la habitación de ella, La Diosa frente al espejo, extendían y dinamitaban a la velocidad de la luz puentes de múltiples silencio; porque no todos los mutismos son iguales. Algunos llegan más rápido que otros, son como ríos desbordados; los más son apenas una línea de humedad que se evapora pronto. Otros son decididamente caudalosos y es en ellos en los que se suele zozobrar con facilidad. Ánxel la contemplaba con la desesperación de recuperar a la mujer que sentía lejana a pesar de tenerla frente a él. Ella se enfundó un vestido oscuro y calzó unas zapatilla tan altas que si hubiera querido habría podido bajar las estrellas. Pero las brujas no persiguen astros ni las diosas se entretienen en menudencias mortales. Ahora parecía una esquirla luminosa y ella era la supernova. Ánxel continuaba enmudecido apoyado en el quicio de la puerta, las palabras habían caído dentro de una licuadora centrípeta que las pulverizaba; tenía solamente átomos callados y un ligero sudor humedecía sus manos. Sacudió las motas ficticias de su saco y miró el techo como si buscara un agujero por donde salir expulsado; quería huir hacia las alturas y como superman detener en el aire todos los aviones. Escuchaba la respiración de La Diosa envuelta de una atmósfera cítrica. Por el rabillo de los ojos la veía acercarse y regresar, andar de un punto a otro, como una mosca; acaso sintiéndose acorralada, muda. El silencio pesaba más que el aire y las nubes. Irrespirable, inasible, aquel momento evidenciaba la imposición de la nada, la caída en el nihilismo después de tanto bregar en la ría posmodernista. Volvió sus ojos a ella y se encontró con dos soles aguamarinos. Se abrazaron fuertemente para conjurar dos espacios vacíos, electrón contra electrón. El perfume se diluía y también el silencio. Ánxel buscó la boca de La Diosa y ella le ofrendó sus labios tintados de sangre y fuego. Pasaron los minutos o tal vez una hora y ellos permanecían ahí, enlazados metálicamente, enmudecidos, combatiendo los rumores de la noche y los pájaros portadores de malas noticias que cruzaban el cielo y la noche, transportando en sus entrañas de acero una multitud de personas a otras geografías. Quédate, imploró Ánxel, sabiendo que pedía lo imposible a una mujer. Eso podía concedérselo una bruja o una diosa pero no una mujer. Y él lo solicitaba a una sola, a La Amada que empezaba a ser La Ausente, La Ida. Se aferraba a ese cuerpo tan tibio, no suyo, sintiendo el calor fluir del cuerpo con mayor temperatura hacia el más frío. Luego viene el equilibrio pasajero y después nada. Lo sabía: el amor también se evapora.
El silencio se rasgó bajo el peso de la lluvia y el arrítmico pulsar de los relámpagos. La madrugada transcurría líquida y el agua le alcanzaba ya la piel. El único paraguas que podía protegerlo eran los recuerdos –lo que queda cuando se ha perdido todo- de su velada con La Diosa. Habían deshecho el amor bajo la puerta, memorizado sus cuerpos desmudos bajo el umbral, temerosos de traspasar la frontera para no extraviarse en mundo imposibles. Ánxel la había tocado hasta que sus dedos estuvieron a punto de estallar por el calor generado por la fricción, conocía al extremo cada pliegue de su cuerpo, todas sus reacciones, los estremecimientos de La Diosa. Era el cuerpo que más había besado. Era La Amada. Y ella se había dejado consentir para liberarse de las amarras que la retenían a él, porque deseaba no ser más La Mujer sino La Bruja, que emitía el hechizo y convertía en sapo al hombre hasta que otra, compadecida de su condición le devuelva la forma humana. Necesitaba ser La Diosa para devastar ese cuerpo en una noche y no reconstruirlo para que en sus ruinas continuara existiendo.
Es una luz negra pensó Ánxel cuando arribaron al restaurante para cenar. Pero su piel sabía a fruti cake, a strudel de manzana, a pastel mil hojas, a moka con almendras, recordaba. A pesar de la hora las calles estaban saturadas de cuerpos en movimiento. Avanzaba en sentido contrario por en medio de la avenida sin importarle el riesgo de andar por esa vía. La lluvia le pegaba en la cara y le ocultaba el llanto ante la gente que lo veía maltrecho y lo tomaba por un loco. Y Ánxel pensaba que sí lo era. Caminaba lento, ajeno a los discursos especulativos de los otros. Tampoco sentía frío. La única sensación que lo confirmaba vivo era el agua empapándolo todo. Veía a La Diosa como una fuente luminosa que resplandecía frente a él, la papalotilla ciega atraída por el calor y caía muerto. No he sido infiel a ninguna causa sino inconstante a todas. No me faltó valor para amarte como sinceridad para decírmelo y generosidad para entregártelo. He tenido miedo a no saber quién soy cuando estaba junto a ti y en realidad siempre he adolecido de una identidad precisa. Soy tan escurridizo. Pero ahora lo comprendo todo: era necesario perderme en ti para encontrarme. Esa es la cuestión y no la dubitación shakesperiana. De qué me ha valido ganarme si te he perdido, si vuelas ya hacia otro continente llevando en tu equipaje las salidas de emergencia y el plan DN III. Soy una soledad hueca, un empoderado a la inversa, el menos mío. El premio otorgado no al mejor sino al menos malo. Pura relatividad que me asquea, mero dolor elemental, y no existe ciencia que me salve ni humanismo que me compadezca. Vuelve, mi Bruja, mi Diosa, Diubliana.
Ánxel supo de la noche que moría por las lunas altas de los autos.
CÉSAR RICARDO AZAMAR CRUZ
Xalapa, Ver., verano-otoño 2006
My life is brilliant. My love is pure.
You`re beautiful. James Blunt
A mi Héroe
Existe, según Leibniz, una armonía preestablecida que va más allá del mero equilibrio. Se trata de una armonía metafísica y universal, lo cual justifica que no cabe ningún movimiento sino está previamente ordenado en una dirección determinada. Y lo creo así, puntual. Por eso a mí lo malo me pasa por humilde, soy una partícula elemental con dirección y sentido exactos, aunque parezca equivocado. Si no, ¿sobre quién desquitaría Dios sus frustraciones si yo no existiera? ¿sobre el lomo avariento de los judíos? se cuestionó Ánxel bajo el toldo transparente de una parada de autobuses de servicio urbano mientras diluviaba. El cielo caía a huacalazos y le pringaba los zapatos, la humedad era una babosa trepándole hasta la cabeza. Miró el reloj. Veinte minutos aguardando un taxi para trasladarse y la lluvia que no daba tregua. No solamente llegaría tarde a su compromiso sino que lo haría, en el menos fatalista de los estados, ensopado, falto de glamour y vaya que esto era grave, una afrenta que no se desea ni a aquellos seres que uno no considera en su lista de afectos. Lo incumplido se disculpa, pero lo pandroso, ni Dios padre, que seguramente en ese instante miraba todo menos a él. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué precisamente ahora cuando su presencia en ese lugar daría cumplimiento a la afirmación mecanicista? Leibniz, aparte de mí este cáliz que no beberé. En eso pensaba cuando avizoró un taxi. ¿A dónde lo llevo, mi buen? ¡Mi buen! ¿Pero éste qué se ha creído? Que el socialismo cubano se ha reinstaurado en la ciudad con tanta marcha de grupúsculos de falsa izquierda. Se planteó lanzarle una filípica pero al ver el rostro del conductor sólo dijo la dirección a la que iba y desistió su empeño. Luego miró con detenimiento los labios jolianos del chofer que absorbieron su mal humor y puntuaron su humedad. Se recargó sobre el asiento y cerró los ojos para recrearse en el contorno de esa boca, que aventuraba toda suerte de placeres. Qué aguacerito está cayendo, ¿verdad?, expresó el taxista ante el mutismo del pasajero, pero a donde lo llevo no ha caído ni una gota, ya verá. Ánxel no respondió, estaba acostumbrado a vivir bajo la mismísima nube bíblica que guió a Moisés por el desierto, ¡ojalá cayera maná! ¿qué ha dicho, señor? ¡Oh, nada! Sí, que aceleres, llevo prisa. Eso si que está en chino, mire el tráfico que hay. Ánxel se incorporó y vio que no llovía pero la fila de autos era enorme y avanzaban lentamente; la congestión era tal que ningún pepto bismol podría aliviarla. No importa, con que lleguemos. ¿Le importaría un poco de música? Sin esperar contestación el conductor puso reggeaton. ¿Son naturales? ¡Perdón! Pregunto si tus labios son naturales o te inyectaste colágeno. Qué pasó, jefe, todo lo que usted ve es naturalito, respondió apenado. Mmmmm ¿Todo? Lanzó Ánxel. El chofer afirmó. Hicieron buen trabajo tus padres, te habrán hecho con amor o con enjundia. El otro sonrió. ¿Y lo que no se ve? El auto aceleró súbitamente y los ojos de Ánxel se impactaron con la mirada del taxista en algún punto del espejo retrovisor. Ya entiendo, señor. Me alegra. ¿Le gusta cotorrear? Y apoyó su mano sobre la palanca de velocidades. ¿Disculpe? exclamó Ánxel con inocencia de novato en apuros. Le pregunto porque... bueno, podemos llegar a un acuerdo, ya sabe, si usted quiere pues yo...las carcajadas de Ánxel coincidieron con el timbre de su móvil: sí, voy para allá. El taxista esperó en vano la respuesta. Tras un silencio de larga duración llegaron a la dirección solicitada. Quédate con el cambio y aquí tienes mi tarjeta, llama cuando quieras. Chido, mi buen, mucho gusto, yo me llamo Dante. ¿Dante? ¡Qué catástrofe! Y Ánxel corrió presuroso hacia el edificio de cristal.
La sala de exposiciones estaba repleta, el cucarachero cultural se había citado y había acudido con puntualidad. Ánxel había tenido oportunidad de acicalarse antes de aparecer en la escena. Saludó a unos cuantos asistentes sin detenerse con ninguno en particular. Avanzó lentamente contemplando con cierta deferencia algunos cuadros. No había interés en sus ojos ni llevaba consigo la mirada crítica de otros días. Frente a una pintura estaba ella: espigada, luminosa, era una flama suspensa ajena al cotilleo de la tarde. Ánxel la bordeó sin mediar palabra, con descaro, como un arácnido que saborea su presa antes de atacar; sumido en un silencio que aumentaba su curiosidad estética. Ésa era la verdadera obra de arte, vívida, perfecta, irradiando su belleza atemporal para atraer hacia su lumínico misterio la adicción de los estetas. Ella, en ese instante, era la diferencia entre prosa y poesía, aceleración y velocidad, significado y significante. Ella se volvió hacia él y le sonrió. ¿Por qué me interrumpes el éxtasis, querida? Actúas de manera egoísta. Ella mantenía el gesto como si se hubiera quedado tendida en ese punto del espacio y él se sentía encallado en la mar oscura de sus pestañas. Creí que ya no vendrías. El tráfico, ya sabes, la lluvia, las marchas, la entropía atómica explicada en el caos del mundo, mi obsesión termodinámica, la explosión de un astro a millones de años luz del cual tú eres el último resplandor, una blanca astilla, esquirla luminosa. Ella le obsequió con otra sonrisa. Definitivamente has dicho cosas mejores. Entiendo, fue una estrategia estúpida para disculparme por la tardanza. Fue hasta ella y le dio un largo beso.
Salieron de aquel lugar y caminaron hasta una zona arbolada, lejos del rumor carbónico de los autos; el cielo prometía una noche fresca a medida que avanzaban las horas. Dialogaban en silencio, como se comunican los secretos de la vida, la vivencia de los pequeños actos de cada día; estaban habituados a eso. Ella no reprochaba esa ausencia de palabras y se había acostumbrado, así quería creerlo, a navegar en el mutismo, lo compensaba la manera en que la tocaba y la hacía descubrir nuevos horizontes en su propio cuerpo. Sólo el beso dado con devoción iguala e incluso supera, el circuito del habla. Sólo el beso. Si me amarás (sólo un poco más) volaríamos, Ánxel. Si no vuelas es porque no quieres, eres una bruja. Una que perdió esa propiedad cuando decidí amarte. Es tu culpa en todo caso. ¿Me lo reprochas? ¿Con que amarme es una empresa que te ha arruinado? ¿Esa es mi deuda, chica FMI? Avanzaban. Ni siquiera podría llamarlo amor con la convicción de sentirme sacudida, expulsada de mí. Entonces... Tú nunca lo sabrás, Ánxel, pareces condenado a mirar venir el amor y justo antes de tenerlo, contemplarlo virar y pasar de tu lado sin que consigas asirlo o aspirar un mínimo de su esencia. El amor va y viene. Pero en tu caso únicamente va; tu vida acontece entre paréntesis. Ánxel la detuvo y la abrazó. Luego la besó con tal urgencia que ella imaginó que triunfaba sobre la ley gravitacional. Ánxel percibió aquella evaporización y la besó largamente. Adiós, brujita, adiós.
Ánxel despertó con el sol desperdigado en su habitación. El costado de su cama estaba vacío, seguramente ella se había marchado al amanecer. Está hecha de pedacitos de noche. Bruja, bruja, bruja, ¿qué me diste? Afuera la radiación solar golpeaba con la furia de un huracán de categoría 3 o así le parecía a Ánxel mientras avanzaba por las aceras sombreadas. Era su segundo día de vacaciones y comenzaba a aburrirse del alto tan brusco dado a su cotidianeidad. Quería llenarse de soledad (había desistido de viajar a la playa o sitios de extrema promiscuidad turística: aeropuertos, restaurantes, salas de concierto, exposiciones, antros, todo punto de concentración masiva que le hastiaba) y de horas extraviadas para disecarlas y autoexiliarse del barullo de la vida pública. Paró en un café con terraza y engulló pausadamente un desayuno light; si las grasas engordan, las prisas también. Todo lo obsesivo y rápido contribuye a la obesidad. Existe, decía a una señora gorda que se le había acercado, una relación cuadrática entre lo que hacemos repetidamente y con premura y los kilos almacenados en nuestro cuerpo. ¡Oh! dijo la obesa asombrada. La rutina lleva a la tumba. Usted, por ejemplo, supongo que debe mirar toda la tarde la barra de telenovelas y padecer al límite los sinsabores de las nuevas cenicientas. La mujer ahogó un sollozo. Tanta angustia, señora, demasiada desdicha en el corazón de esas infelices burladas, indocumentadas, sin conciencia de sí, prestas para mirar la cámara y llorar sin límite de tiempo aire han taponado sus arterias de colesterol. La gorda mugió y él, amable, le acercó un pañuelo desechable para que limpiara una lágrima. El problema no son las frituras y gaseosas que supongo apenas consume, porque usted se ve que es muy responsable de su alimentación. Sí, sí, exclamó orgullosa. Son los dramas impropios, el melodrama monótono al que asiste puntual lo que la lastima; el espacio se curva por la masa adolorida, apague su televisor y recupere su vida, hágalo por su bien. Y aquélla que sólo se acercó porque necesitaba conocer la hora se alejó aullando su esférica desgracia. ¡Pobre! pensó Ánxel, ahora mismo se echará frente a la televisión hasta explotar de pasión ajena. Si el mundo me hiciera caso viviríamos en el paraíso, y volvió sin pena a su ensalada griega.
Después se hizo a la calle con un plan definido: compraría los periódicos y se encerraría en su guarida hasta que el sol hubiera desaparecido del cuadrante. Avanzaba lento cuando sonó el teléfono. Soy Dante, el taxista de ayer, ¿dónde anda, mi buen? Ánxel apenas articuló una frase desgastada. Estoy libre esta tarde, podemos vernos y salir a tomarnos unos tragos. Agradezco la invitación, amigo (¿amigo? ¿había dicho así?) pero tengo una cita importante y no puedo faltar. Ándale, man, no seas, cancela tu cita y vamos por ahí. Dime que aceptas y voy por ti, mi celular tiene GSM. Imposible hacer algo así, podría cambiar el curso de la historia, respondió y se sintió repitiendo un guión telenovelero mientras aguardaba el cambio de luz del semáforo. No seas manchado. Debo colgar. ¿Pero qué le pasa a este hombrecillo dantesco? Las cosas suceden cuando yo quiero y no cuando se les antoja a los demás. Este tipo tendrá que aceptar mis reglas o seguir su ruta. Apenas había avanzado una cuadra más cuando un auto derrapó cerca de él. Súbete, mi buen, te llevo a donde vayas. El taxista llama dos veces, qué ridículo. No. Y dio media vuelta en la esquina y se extravió entre la muchedumbre.
Pasó el resto del día leyendo y mirando MTV, para no engordar. Sintió, en algún momento brevísimo, una vaga nostalgia por aquellos años en que este canal de videos era lo más. La década perdida, la generación x, la del rock en tu idioma, de música ligera; lo que la Guerra Fría se llevó. Abanicó los recuerdos (nene, nene, ¿qué vas a hacer cuando seas grande?) y apagó el televisor para adentrarse en su blog. Ahí respiró hondamente como quien respira aire puro. La blogosfera le sentaba bien como a los melancofílicos escuchar ad nausean las canciones de Timbiriche (Ámame hasta con los dientes). Por eso este país no progresa, porque vive anclado en el recuerdo. Deambuló de un sitio a otro por la selva virtual, respondió a los correos de algunos conocidos invitándole a salir y libre ya de compromisos, entró al chat.
La primera vez que Ánxel puso su nick en una sala de chat fue por mera curiosidad lingüística. Quería conocer y registrar los giros que el lenguaje adquiere en el ciberespacio (para impresionar a La Bruja). Tomó nota de la economía del idioma que destroza la ortografía, altera la sintaxis y obvia la intencionalidad del mensaje, reduciéndolo, a veces, a un simple emoticon. Acumuló un vasto glosario que aún conserva en algún CD en espera de su resurrección virtual. Las siguientes ocasiones accedió por mero interés antropológico; romanticismo cibernético, lo llamaba él. Pero muy pronto el noble sentimiento degeneró en una cacería de ciberespecímenes sin precedentes. Ánxel entraba al terreno virtual para entablar contactos que le garantizaran –siempre dentro de lo posible, porque tampoco hay que extraviar el piso, así sea ilusorio- una satisfacción personal inmediata o lo que uno entiende por instantáneo ahora. Un Casanova de la Red, un don Juan de la informática, un adulador inteligente que logra hacer caer dentro de sus límites a una rigurosa selección de amantes. Y éstos se sucedieron por su lecho igual que los productos de un supermercado pasan frente al lector óptico de la caja registradora. Utilizó todos los nicks concebibles, empleó a fondo las estrategias hasta entonces efectivas en el mundo real con pocas variaciones, pero siempre ocurría lo mismo: un fantasma quedaba revoloteando en su habitación cuando el cuerpo en turno se marchaba sin decir adiós. Mayor es el vacío en el cosmos y el universo no se queja, se repetía a manera de paliativo cuando se plantaba frente al espejo. Entonces volvía a las andadas. Poseer era una adicción. Tomar del otro sin dejar nada de sí o apenas un fluido, un simple reto que a veces resultaba demasiado sencillo por no decir que también monótono. Era como apostar sabiendo que se tiene el ciento por ciento de posibilidad de ganar. El espacio ciberal ofrecía menos peligros que el ligue callejero pero también carecía de muchas de sus emociones, además, él conocía al dedillo las artimañas de los que muchos se valen (¡ilusos!) para conquistar. A la hora de la seducción él nunca mentía, bueno, tal vez un poco, pero quién no lo hace; lo cierto es que jamás simuló ser un hombre rico o afamado ni guapo ni joven ni lleno de atributos. Si hubo mentiras, fueron las menos, y sólo como la sal y pimienta con que aderezó sus encuentros. Coges y te vas, era la sentencia, una ley universal que no aceptaba corolarios ni excepciones. Uno no puede permitirse repetir tan noble acto con el mismo cuerpo, argüía convencido, esas pretensiones rayan en el egoísmo y eso sí que es pecado mortal. Habiendo tantos y tantos cuerpos deseosos de ser amados y dedicar todo el amor en uno solo, no nada más es un acto de evidente mezquindad sino una injusticia, crimen de lesa erótica. Y Ánxel ante todo era un hombre dadivoso: a mí Dios que me culpe de libertino, de jayán, de lo que guste, menos de no haber amado con generosidad a mis semejantes, sólo por ello me merezco un infierno fresco, un espacio VIP.
Con la luna llena llegó La Bruja. Su rostro lucía sereno y el ánimo aquietado, al menos su corazón no es una manifestación de perdedores, supuso Ánxel. Le ofreció vino y se quedó cerca, le parecía que su guarida adquiría una nueva atmósfera con ella ahí, su soledad ahora se correspondía con ella sintiéndose habitado. Tienes imán, Ánxel, de otra forma no me explico porqué estoy otra vez aquí. Lo importante es que estás aquí y no en ninguna otra parte o volando sobre los tejados de las casas del extrarradio. Adoro tu mal gusto. Me gustas tú, lanzó temiendo que le arrojara el vino por la cara, en lugar de ello le mandó un beso que Ánxel tuvo que atrapar en el aire y devolver a la boca de la que había salido: no me ofrezcas nada si después te arrepentirás o me lo reprocharás. Arrogante. ¿Qué clase de antipoética prácticas ahora? Ven conmigo, exclamó él y la atrajo a sus brazos. Palpó su espalda desnuda y la acarició siguiendo los trazos de una cartografía que conocía bien. Se colocó detrás de su cuerpo para continuar con el periplo. La Bruja se arqueaba como si fuera a pronunciar un hechizo aun sin su varilla mágica. Su respiración era profunda como si buscara el oxígeno en zonas remotas de su cuerpo o como si hubiera olvidado cómo hacerlo. Ánxel conocía que sus dedos obraban en esa piel, liberándola de sus grilletes y arneses ficticios. Ella se estremecía. Él la sentía flotar y caer y levarse nuevamente. La Bruja caía entre sus paréntesis y quedaba prisionera voluntariamente. Despacio la acomodó en el sofá de la sala de estar y se arrodilló frente a ella, apoyando los brazos en sus rodillas buscó su mirada y halló la conjura de sus ojos en los suyos: conviérteme en sapo, bruja bonita y saltaré por tu cuerpo eludiendo el remedio que rompa tu hechizo. No quiero ser el príncipe sino el batracio que te confirme tu poder de maga sobre mí. Pero ella callaba y le obligó a colocar su cabeza entre sus piernas. Como por arte de magia Ánxel desapareció la ropa y su lengua reptaba hacia las formas duplicadas del deseo. Íntima sierpe humedecía en círculos concéntricos la turgencia de aquellos senos. Croac croac, dando saltitos la lengua-anfibio-reptil descendió hacia el abismo, y sin mediar las palabras mágicas (abracadabra, ora cabrón) la flama se partió en dos y engulló su sombra, la niebla del Ánxel de la noche. ¡Oh, bruja malvada, oh, bruja bendita! Quisiera ser un microbito...
Para Ánxel el cuento no terminó con “y fueron felices para siempre”. La Bruja quería el sapo, el príncipe, el reino y el castillo y la mandó a volar. Es tan breve la vida como para consumirla con limitaciones. Al despertar encendió el móvil y dio respuesta a los mensajes acumulados. Tomó un jugo y salió a correr para recuperarse; su cabeza era el calabozo, el verdugo y al mismo tiempo el dragón. Llegó hasta la zona arbolada y tras trotar un rato se tumbó en el césped. La atmósfera casi transparente daba un toque añil al espacio exterior. Ante tal inmensidad, Ánxel se sintió tan minúsculo como un punto en una intersección del plano existencial. No era el príncipe ni el anfibio sino un hombre solo observando las aristas imaginarias del infinito. En ese instante de reflexión emergente recordó las palabras de La Bruja reprochándole su incapacidad para amar (soy un amante con capacidades diferentes le había aclarado él), pero él no caería en la celada tendida por los neorrománticos “quienes miden la miseria por la cantidad de suspiros cotidianos”. La soledad no es un evento determinístico sino una cuestión meramente accidental, concluyó.
Si la soledad es un estado transitorio había que acelerar su tránsito consideraba Ánxel acomodado en una mesa esquinada del Vancoubar. Sin ser un habitué de este lugar lo consideraba como uno de sus espacios nocturnos favoritos. Miró con detenimiento en la penumbra (niebla y deseo) buscando la identidad de aquellas formas volátiles que indirectamente le hacían compañía. Al segundo trago reparó en La Cara de Angustia, una fémina simple empecinada en ser interesante; no era fea pero sus rígidas facciones le daban la apariencia de una plancha de concreto con maquillaje. El rouge de sus labios parecía una hinchazón, un amoroso hematoma, una granada madura estrellada contra el suelo. Sus ojos acusaban los restos de un sol que en otro tiempo debió ser un astro luminoso, daban cierta conmiseración enmarcados por el rimel pegajoso. Desde la barra ella le sonrió y avanzó hasta él; Ánxel tuvo miedo de aquel monstruo vestido de mujer. La Cara de Angustia se acercó y le murmuró algo al oído. El aliento le apestaba a humo y cerveza, un olor penetrante a besos putrefactos, pensó él. Multipestífera. No, no me interesa. Eres un cobarde. No tengo espacio para otra bruja. No soy una bruja. Para mí sí lo eres. Ven, bailemos un poco. No. La Cara de Angustia hizo una mueca con la que pulverizó su escasa belleza. Ánxel apuró el trago y se levantó para marcharse. Ella le cercó el paso y colocó su mano en la entrepierna de él. Quédate. Ánxel le apartó la mano y el contacto lo estremeció. Era una extremidad rígida, fría y descuidada, de dedos chuecos y uñas largas sin esmalte; una garra. La Cara de Angustia era una arpía desbrujulada. Eres un puto, le escupió enfurecida. En realidad soy varios pero esta noche ninguno es para ti, uniputa. Rió al decir esto último. La Cara de Angustia volvió a su rigidez de muro grafiteado. Lárgate. Ánxel le arrojó un billete arrugado. Compra maquillaje caro e inténtalo otra vez.
Abandonó el Vancoubar sin plan definido y molesto porque La Cara de Angustia le había arruinado la posibilidad de divertirse. Si tan sólo se hubiera encontrado con La Perversa... continuó caminando erráticamente mientras la evocaba. La Perversa era una belleza reptílica de mirada clara y muchos silencios de los que podía asirse en caso necesario. Le gustaba porque con ella la comunicación siempre discurría entre paréntesis, como él; como si entre los dos cualquier palabra pudiera ser sufrimida sin alterar el mensaje. La Perversa era una parlanchina con sus piernas y sus pies suaves y pequeños, que como peces le sembraban cosquillas en la piel descubierta. La Perversa poseía dos lenguas: con una deshacía las palabras que no pronunciaría jamás, y con la otra; fabricaba el relato del deseo sobre la desnudez de sus cuerpos colisionando. Muda charlatana, que fluya por nuestra carne tu voracidad por el silencio, engúlleme, niña mala de rizos disciplinados, soy el punto y la coma, la prosa y la poética, la mala redacción; succióname completo, la zozobra es también un remedio contra la soledad.
Más tarde Ánxel le daba salvajemente por el culo al ángel anónimo que encontró en una esquina de la madrugada. El resoplido de los cuerpos se estrellaba contra las paredes de su habitación que todavía guardaban el calor agrio de otros encuentros. Únicamente esos muros habían atestiguado las infinitas batallas redentoras que Ánxel había librado contra las huestes del hastío. Puro romanticismo ligero. Soft. Soltó un bramido y rodó desfalleciente sobre el desorden de la cama. Acomodó las manos bajo la nuca y buscó en el techo los signos de la intimidad que prolongan los lazos del orgasmo pasajero, una señal mínima que le indicara que ese cuerpo novedoso que ahora se duchaba merecía la oportunidad de acompañarlo hasta el amanecer. La coincidencia, la simplicidad, el sin sentido de su diálogo fático (aunque prefería la dialéctica de La Perversa o La Bruja), la ingenuidad, la rabia, la soledad. Escuchó el cese de la caída del agua y aguardó a que el ángel volviera a su lado. Le pediría que se quedara y compartieran más que silencios, le obsequiaría con el abrazo y la pronunciación de su nombre al despertar. Estaba resuelto a intentarlo. Pero nadie apareció. Solamente escuchó el golpe de la puerta cerrándose con fuerza. Giró sobre su frustración y encendió un cigarrillo, evocó a La Bruja, a La Perversa, a La Cara de Angustia; ellas sí estaban ahí pero él seguía sintiéndose solo. Acéptalo, Ánxel, tú únicamente verás pasar el amor por la acera adyacente o por el ángulo opuesto a tus pasos; tú siempre serás la hipotenusa en el triángulo amoroso.
Ánxel despertó malhumorado sacudido por el ruido del timbre, con la cabeza atestada de grillos de élitros plumbosos y de sus ojos deslumbrados por la claridad huyó una cuadrilla de murciélagos enfurecidos, a tientas alcanzó la puerta y abrió. ¡Dante! Disculpa, la tarjeta tenía tu dirección. Pasa. Anoche te vi con... sonrió. Ah sí, con La Cara de Angustia. Exacto. Y hoy te sorprendo con el culo al descubierto. Mierda. Ánxel reparó en su desnudez y se encaminó al baño siguiendo la flecha. Dante creyó deletrear los sucesos de la noche anterior en el rumor del agua que caía. En la cocina debe haber café, puedes tomarlo. El taxista no respondió y avanzó hasta una pequeña mesa. Ánxel apareció al cabo de unos minutos envuelto en una toalla secándose el cabello y se sorprendió al ver el desayuno servido. Servicio a domicilio, qué bien. Te lo agradezco. Dante le acercó un jugo y observó el torso húmedo de Ánxel. ¿A qué debo la visita? Vine a acompañarte. Ánxel sonrió y volvió la vista hacia todas partes, ¿te parece que luzco solo? La cafetera arrojó una fumarola olorosa. Ahora no porque estoy contigo. Ánxel llevó una mano a la cabeza y aletearon los grillos plúmbicos; dubitativo pretendía enfrentar la mirada inquisitiva del taxista. ¿Qué tanto contemplaba ese chico impertinente si bien amable? Por lo que veo pasaste una mala noche; debiste acompañarme, claro, no sabías que yo estaba en el Vancoubar; la pasé chido. En realidad yo también tuve una noche amable. Le acercó café a Dante. Estas ojeras que ves son los laureles de mi triunfo en la madrugada. ¿Con ella? Con La Cara de Angustia no, por supuesto. Otro cuerpo, ponle el nombre que gustes. ¿Azúcar? Dante negó con la cabeza. Entiendo. Un silencio terció a sus anchas mientras bebían el líquido. Será mejor que me vaya, tendrás cosas qué hacer. Ánxel lo detuvo. Aún no. Dante vibraba. La voz de Ánxel le parecía aterciopelada, sin fisuras; de poder gustarla, líquida, le habría sabido a algún vino caro. Necesito que me hagas un favor. Ánxel le colocó una mano sobre el hombro. Dante lo miró haciendo conjeturas y los círculos del purgatorio se le revolvían bajo los pies (¿Qué hago aquí?). Dime. Quiero que me lleves a la casa de La Bruja. Un olor a maderas le rescató del infierno temporal en que se creyó caído. ¿Puedes? Dante resucitó en pleno mediodía y respondió resuelto: al cliente lo que pida, y además, yo siempre puedo. Ánxel le hizo un guiño y se dirigió a su habitación para vestirse. ¿La Bruja? Dijo Dante para sí y extravió su mirada en algún sitio lejano de aquella habitación.
Uno va creando nexos de intimidad con el otro a través de los detalles, a partir de los pequeños actos que la rutina borra. La comunión entre dos inicia siempre a niveles cuánticos. Dante parecía un chico amable – había sido un buen gesto llevarle el desayuno y ahora enfilaban por un camino periférico donde a La Bruja-, pero quizás estos detalles sólo eran un defecto de su juventud. A los veinte se puede ser atento más por ingenuidad que por convicción, menos aun como estrategia (¿pretendía algo con él?) Parecía un hombre avispado e inmiscuido en la realidad; debía ser por su trabajo que le obligaba a un contacto directo y constante con las personas. Para Dante los chismes del espectáculo engarzaban acompasados con los titulares de la prensa y noticiarios de cada día. Ánxel había rebasado la segunda decena de vida mucho tiempo atrás como para recrearla ahora. Le parecía que los meses y los años se conducían sobre rieles aceitados o magnéticos que explican el por qué de la rapidez con que transcurren y que por ello nada consigue desacelerarlos. El paso de su existencia era arrítmico y no como esas gráficas cosenoidales que había estudiado tantas veces. Dante era solamente una casualidad en el cuadrante de su vida, un producto gratis que se recibe en la compra de otro de mayor costo (¿La Bruja era el otro?), una presa fácil para un depredador en los linderos de la jubilación. La luz le escocía los ojos aun protegidos por las gafas de Gucci. Volvió la mirada hacia Dante y le sonrió. Se nota que te tiene embrujado. ¿Ella? “Simón”. Claro que no. Pues yo pienso que sí. Ánxel calló. Si ella no te interesara no estaríamos viajando hacia su casa. Pienso que la amas y que no lo aceptas o no te has dado cuenta. Para el coche, Dante. ¿Qué? Detén el auto. El movimiento cesó tras derrapar unos segundos. Ánxel bajó del carro y encendió un cigarrillo. Sin entender, Dante lo imitó y se colocó sobre el cofre. El sol del mediodía caía en picada y nadie más se veía a la redonda de ese camino de terracería. Tal vez fue un error venir hasta aquí. Dante lo miró sin decir palabra. Las brujas solamente salen de noche. Empezó a reír como si estuviera ebrio. Podemos llegar hasta su casa y si no la encuentras entonces... El problema, Dante es que yo siempre estoy de regreso; yo nunca voy, continuamente vengo. Dante se acercó hasta él y aspiró otra vez el aroma a maderas. Inténtalo nuevamente. Se sentó a su lado en la orilla del camino. Ánxel consumió el tabaco y se dirigió al taxista. ¿Qué quieres de mí, Dante? ¿Por qué debería querer algo, man? Porque la gente siempre va tras algo, siempre está buscando obtener algo, lo que sea. Pues yo no. Se levantó de un salto y se dirigió al taxi. Ánxel comprendió que había actuado de manera inconveniente. Lo siento, no quise ofenderte. Súbete, gritó el joven. Te llevó hasta su casa y me regreso a la ciudad. Pero Ánxel no se movió de su sitio. ¿Qué te pasa, cabrón? ¿Debo cargarte? Ánxel sonrió y caminó hasta el auto. Está bien, Dante, vámonos ya, me aburro pronto de contemplar los mismos paisajes.
Yo no soy puto y tampoco tengo nada en contra de los homosexuales, es muy su pedo. Cómo puedes suponer que quiero algo contigo. Soy machín, mi buen, valedor cien por ciento. Solamente he pretendido ser amable, no te confundas; si no lo crees es muy tu bronca. No soy de esos batos que dudan de lo que son o que no saben lo que quieren, de esos güeyes que no saben para dónde jalar. Tengo bien definido mi rol sexual. A mí me gustan, me encantan las mujeres (aunque no tenga buena suerte con ellas). A mí esas ondas de probar algo diferente no me pasan, man, no seas manchado. Si tú le entras a todo, chido por ti, mis respetos pero yo circulo por la libre, ves. Quizás, y esto debo confesártelo, admiro tu suerte con las viejas y quisiera ser como tú. Aprender de ti, cabrón, para tenerlas haciendo fila detrás de mí. Si esta mañana te he visto con curiosidad mientras estabas medio desnudo, fue para ver si tienes algo diferente a mí que te haga atractivo para ellas, pero no descubrí nada fuera de lo normal. Chale, mi buen, no eres precisamente carita ni tienes varo de sobra, eres un tipo con los mismo atributos que yo (centímetros más o menos, pero igual). Debe ser tu madurez, el verbo que les tiras, algún truco secreto que de seguro no me dirías ni aunque te presentara a mi morra (que ahorita ni tengo, ya ves, qué jodido estoy). Tengo que decirte que yo ya sabía de ti antes de conocerte personalmente, porque tienes tu fama en el mundillo de la noche, tu fauna fantástica, vampiro, nebulámbulo, eres dueño de todos los nombres, Ánxel de oscuro zodiaco. Cuando te subiste al taxi aquella tarde me di cuenta de que eras tú y por eso luego te hice plática para ver si captaba algo especial en tu manera de hablar. Pero te repito, no te he encontrado nada diferente (¿Tendrás pacto con el diablo o qué onda?). Si hubieras aceptado el jale aquella vez (en esta chamba uno conoce de todo) te hubiera bajado en la siguiente esquina porque yo no le entro a esas ondas de bicicletos. Pero ibas bien elegante, con tu ropa de moda y de marca, imagino, con esa actitud de perdonavidas que me castra un chingo, porque la neta, me pareces un tipo mamón, aunque caes bien ya cuando uno te trata, y no lo digo con la intención de ofenderte, o sea, no lo tomes como algo personal. Si hasta creo que tu estilo de gandalla es una cualidad más en ti. Y tal vez sea eso lo que aman de ti las mujeres ¡y qué mujeres, mi buen! Yo no sé qué daría por tener conmigo, al menos a una que tuviera la mitad de los atributos que tienen los forros con los que sales. Eres afortunado, Ánxel, y no has sabido aprovechar tu buena suerte. Esa que llamas La Bruja es una diosa, la he visto, segurito, en algún lugar de los que llaman chic, y La Perversa –que he visto en el antro donde trabaja- una muñequita hecha a mano; hasta La Cara de Angustia, que no es una miss tiene lo suyo, y tú, cabrón que eres, ni las pelas o solamente un rato y las dejas ir... y ellas que regresan solitas, ¿pues qué les das, cabrón? Pásame la receta. Si yo fuera tú, no sería tan manchado, neta que no. Pero no soy guapo, ni tengo varo ni verbo ni soy acá, ves, no tengo vieja ni nada y ni pex, ya llegará mi hora; pero tú no tienes a nadie porque no quieres. Me cae que yo no te entiendo, supongo que tú sabrás lo que haces o dejas de hacer, muy tu vida y la respeto, pero neta, que no te entiendo. Esto es lo que Dante había planeado decirle a Ánxel en cuanto le preguntara algo, ahora que estaban en una cantina solucionando el malentendido de la tarde. Se lo diría con seguridad para que entendiera ese cabrón que con él no iba a pasarse de lanza y que no le latía para nada algo más allá de su amistad desinteresada. El mesero trajo las cervezas e interrumpió el soliloquio dantesco. Ánxel dio un largo sorbo a su bebida y mirándolo fijamente a los ojos le preguntó, ¿qué piensas? Nada, contestó estúpidamente lamentando la premura de su respuesta vana. Y sintiéndose derrotado agregó: ¿y tú? En que me gustaría ser superman. Y de un trago se bebió la cerveza.
Alguna brujas no vuelan porque han perdido el poder de hacerlo o porque no quieren o porque no son brujas se decía entre sí Ánxel mientras contemplaba a La Bruja arrellanada en el sofá, frente a él, fumando un cigarro. No tenía consigo una varita mágica tocada por una estrella brillante, tampoco un sombrero cónico ni manos con uñas afiladas que lo hechizaran, pero bastaba su presencia para que él se sintiera abstraído del mundo. Y sin embargo, los puentes de la mirada no siempre comunican y él quería (necesitaba) confiarle muchas cosas: un verso tomado de algún poema extraviado, una palabra sencilla pero precisa, pedirle que se quedara a su lado o que desaparecieran juntos hacia otra galaxia o a donde ella quisiera pero juntos. Tal vez lo mejor sería arrodillarse y hundirse en su vientre o abrazarla fuertemente y sentirse unidos dentro de un mismo círculo de calor, romper el silencio para crear otra intimidad. O debía llorar a sus pies, confesarle que la amaba, decirle que el viaje de aventuras llegaba a su fin, que la obsesión de Casanova no era más. Implorarle, suplicarle que lo amara y no desde la sumisión, que no lo dejara solo ni fuera de su vida, que lo perdonara y empezaran de nuevo esta historia. Pero en lugar de realizar esto reparó en el hilo faltante de sus medias. Estás perdiendo glamour, querida. Es una estrategia para que me mires. Y el humo del cigarrillo voló entre los dos como un duende alado. La vanidad es tu virtud número uno. Las obsesiones caducan. ¿Te has dado por vencida, empoderada misericordiosa? La Bruja repasó fugazmente las condiciones bajo las cuales habían iniciado esa relación. Analízate, Ánxel, has perdido toda proporción entre vida y relato. Él se puso de pie y se apostó frente a ella sin dejar de mirarla. Ella levantó sus ojos y sostuvo la vista como un duelo visual en el que disparaban preguntas para las que se habían esfumado las respuestas (¿Pero es que ella amaba a ese hombre?). Cuando se nos termina el silencio es como si terminara todo, dijo finalmente La Bruja. Él continuaba mirándola detenidamente. Pero no puede concluir lo que no inicia. ¡Basta, Ánxel, deja de observarme! Parece que pidieras indulgencias o como si quisieras hacerme sentir culpable. Él dio la media vuelta y caminó hasta la ventana que daba a la calle, la luna colgaba blanca, incompleta desde algún punto del techo oscurecido. Ella apagó el cigarro y se puso de pie. Ha sido una velada interesante, Ánxel, con el espíritu que tienen las acciones que suceden por última vez. Pero él no se volvió para mirarla (ella le había exigido que no lo hiciera), aun así le arrojó un beso que no alcanzó su objetivo pues ella caminaba ya hacia la puerta de salida. La escuchó bajar las escaleras y creyó oír también el pulso de su corazón en fuga. Volverás. Tenía los ojos aguados y en los bolsillos de su chaqueta un par de entradas para el cine. Hasta mañana, brujita linda, que las hadas te cuiden y te devuelvan a mí.
¿Qué pasaría contigo si mañana descubrieras que La Bruja ya no existe, que abandonó la ciudad, sola o acompañada y que ya no la verás nuevamente? Ánxel abrió los ojos desconcertado sintiendo una opresión en la garganta, fue por agua y avanzó hasta la ventana. La verdadera pérdida es irreversible. El ulular de las sirenas salpicaba el silencio de la noche y aun así la ciudad dormía bajo una atmósfera electrocutada. ¿Y si ella desapareciera definitivamente? Volvió a la cama y tras encender la luz cogió del buró el libro que llevaba aguardando varias semanas ser leído, lo hojeó vagamente incapaz de recordar la trama (¿Y si La Bruja?). Más lejano que nunca le parecía más que un título la sórdida realidad que deseaba conjurar. ¿Si La Bruja desapareciera? Arrojó el libro otra vez sobre la mesa y sintió la necesidad de llorar. Si lo logró, no se lo dijo ni a sí mismo.
Soy el instante previo al suceso, la nanonésima fracción del segundo anterior al impacto de la roca con el suelo, el espacio medio entre los cuerpos próximos a colisionar, la zona liminal, el limbo, la tierra de nadie, el grado mínimo antes de que la tangente tienda al infinito. Siempre estoy a punto de suceder, soy el que no ha ocurrido y ahora quiero acontecer imploraba Ánxel ante la puerta de la casa de La Bruja, su voz se ahogaba en el eco de los truenos. Una urgencia vital lo había arrostrado hasta ahí, no era culpa del alcohol o de alguna otra sustancia; era el aire de la ciudad el que se le había vuelto irrespirable y estaba ahí buscando oxígeno para hacer la combustión necesaria y continuar con vida. Golpeaba la puerta con la fuerza suficiente como para derribarla pero La Bruja no respondía. La lluvia era inminente pero esta vez no maldijo el camino recorrido para llegar hasta ese lugar. Insistía llamando. No se iría; alguna vez ella tendría que aparecer y aun si no lo hiciera él aguardaría hasta que el cansancio lo instara a marcharse. Una gotas rodaron por su cara (fragmentos de un te amo guardados mucho tiempo), segundos después un aguacero le bañaba el cuerpo. La ventisca devino en un vendaval que lo estrellaba contra la puerta. Se apostó bajo un alero y se cubrió el cuerpo con los brazos tirando hacia dentro de sí. No buscaría refugio –sería como huir-, después de todo se trataba únicamente de mojarse un poco; se secaría esperando a La Bruja. Su mente era un puzzle al que le faltaban piezas. Para compensar la carencia pensaba que ella en algún momento tendría que abrir y al descubrirlo sólo podrían ocurrir dos posibilidades: que lo echara o lo invitara a pasar. Y si al amanecer ella no saliera, se marcharía y lo intentaría otra vez. Mientras ella existiera había la probabilidad de coincidir. Aterido se empeñaba en suponer que sobreviviría a la tempestad, que arreciaba y salvo las señales eléctricas a lo lejos ninguna otra anunciaba que La Bruja aparecería en su horizonte. ¿Sobre quién descargaría su furia Dios si no existiera yo? ¿Sobre los sabios y apasionados musulmanes? Pero esto me pasa porque he decidido quedarme aquí, feminizarme en la espera de ti, Bruja bendita, aguardando a que surjas y rompas el hechizo de los seres de la noche.
Clareaba cuando La Bruja abrió la puerta. Ánxel, empapado, le aguardaba de pie y se aseguró de lucir presentable ante los ojos de La Diosa (como decidió nombrarla cuando descubrió que había sobrevivido a la tempestad). No te escuché llegar. No importa. Supongo que estás bien. Ahora que estás cerca lo estoy. Lo invitó a pasar y Ánxel avanzó hasta el cuarto de baño para remediar su desazón. Conocía a detalle el espacio de La Diosa pero esta vez andaba a tientas, con las reservas propias de un extraño en casa ajena. Ella le sirvió café y lo aguardaba fuera del baño; lo sorprendió desnudo. Debes estar a punto de morir de frío. Él aceptó la bebida y aparentó no inquietarse por su estado. Hemos cambiado, Ánxel, a mí no me importa llevar una media rota y tú has optado por el estilo libre: el glam ha caducado. Ánxel sonrió pero se mantuvo sin moverse. Le parecía tan bella; nunca la había visto con detenimiento al amanecer (y muy probablemente a ninguna otra hora). Pero ahora le resultaba particularmente hermosa como esas flores de los espacios ajardinados que muestran desafiante su belleza después de una tormenta.
Cuando pasaron al jardín habían transcurrido algunas horas. Ánxel había encontrado algo de ropa en el armario de La Diosa y ayudado –por sutil petición de ella- en la preparación del desayuno. No parece tan mala la vida en común había pensado al momento de servirle la fruta. Habían reído mucho recordando anécdotas que suponían extraviadas en los surcos del olvido; pasaron el silencio por la noria tantas veces hasta agotarlo. La imagen que Ánxel veía de La Diosa le parecía sublime y lo obligaba experimentar un reconcomio por su alta impostura (que se juraba a sí mismo dejaría atrás). Ella parecía divina, un cuerpo celeste, brillante, como si de sus ojos verdes irradiara toda la luz que necesitaba para ver y que lo mantenía imantado a su presencia. Ella era otra; corrigió, no, yo me siento otro. Tú no cambiarás jamás, Ánxel, uno no puede yacer bajo una tormenta toda la noche y secarse al día siguiente con el alegato de no recordar nada de la vida anterior. La amnesia por evaporización no existe. Déjame intentarlo, suplicó. El café daba a la charla un toque cálido de dos reencontrados a mitad de un jardín anegado que evocaba esas fantasías de Oriente. Ánxel miraba las manos de La Diosa rescatando a un cocuyo de la humedad de una rosa. Me salvarás a mí también, empoderada misericordiosa, de perecer en las aguas repletas de furia, de vagar infinitamente por el desierto. Tú eres mi tierra prometida y no adoraré a nadie más fuera de ti, mi Diosa llena de gracia y generosidad. Oh, tus manos, Diosa nívea, permíteme que esta vez suceda, que caiga, que ruede, que gravite, que grazne, que ocurra de nuevo, que me consolide, ayúdame a no desaparecer sin haber existido, que no oscurezca para siempre sin haber amanecido. El insecto remontó el vuelo y se extravió entre el rosal. La Diosa volvió hacia él y le dijo: eres un bicho raro, Ánxel y esa rareza es tu cualidad y tu mayor defecto, tu marcaje personal. “Tocada por Ánxel” se lee a tu paso. Siempre te he considerado autosuficiente, libre; y resulta que me pides (¿a mí, La Bruja o La Diosa?) que te permita intentar ser tú. La humildad no figura en tu lista de imprescindibles. Ánxel se sintió el cocuyo rescatado y vuelto a caer en el agua pero no de manera accidental sino con alevosía, casi con su permiso. Entiendo. The weight of the world is love. Ella solamente sonrío y miró hacia otra parte. El café se agotó en sus tazas y el bochorno que levantaba los urgió a volver a la casa. Ella olía a rosas, a noche, a oportunidad. Te deseo. Es el único verbo que sabes conjugar. Ánxel se estremeció como un puberto en su primera cita. Ella lo encaminó hacia la puerta de salida. Gracias por la visita, Ánxel, la hemos pasado bien. Amén hubiera querido responder si las palabras no se le hubieran centrifugado en la garganta. Los ojos de ella seguían emitiendo toda la radiación que le permitía ver más allá de si. Avanzó como tirado por un eje magnético, sin protestar, enmudecido. Un beso aromado fue al regreso su único equipaje.
¿Había sido un sueño aquel pasaje en compañía de La Diosa? Se preguntaba Ánxel mucho tiempo después mientras contemplaba las hojas del almanaque acumuladas en la papelera. El sol se ahogaba a lo lejos. La Diosa parecía haberlo resucitado y necesitaba ir a su encuentro para agradecérselo. Quería ir a buscarla, volar hasta ella y adorarla; no ser sapo sino súbito. Ansiaba cubrirla de besos, perderse en el umbral del éxtasis y adorarla. O atender sus deseos, complacerla. Tenderse ante ella y acariciarle los pies y experimentar su estremecimiento en sus manos, sostener en sus cuencos su divinidad. Necesitaba memorizar su olor, embriagarse de su compañía, agotar el tiempo sin acelerarlo, compartir el frío y la ausencia del mismo. Luego, si ella se lo permitía, desnudarla despacio –festina lente-, tocarla con la sensibilidad y la extrañeza del cuerpo deseado y desconocido. Amarla por primera vez con la experiencia que da la última; a un ritmo acompasado y no con la velocidad tsunami del que se inicia en amores. Sin arrebatos. Percibir los contrapuntos y las variaciones del mismo cuerpo convertido al tacto en otros cuerpos. Amar amando, seducir siendo seducido. Descifrar el lenguaje críptico, casi cuántico, del cuerpo que nos somete y libera a una vez. Entender, fugazmente, la vida desde la sumisión. Entregarse todo con madurez y no como tardío adolescente.
Por ello la sensación que experimentaba le parecía sublime, enajenante y no quería abrir los ojos, si acaso soñaba, para no terminar abruptamente con ese placer. Necesitaba mantenerse asido a la tibieza que lo acompañaba y abandonarse al tacto de la mano diestra que lo desnudaba. No podía ser real tanta vivencia. Despierta, Ánxel, despierta, se repetía, despierta y convéncete de que este momento está ocurriendo; al fin eres acto y no potencia. Se sentía próximo a la conquista del único pináculo que no había alcanzado. Consciente de una caricia desconocida abrió los ojos y rodó hasta el suelo. Sobrexcitado contempló ante él a La Cara de Angustia que lo miraba con extrañeza por no suponer que aquella visión desbordaba coquetería. Ánxel frotó sus ojos y vio hacia la cama; La Perversa le sonría desde el valle del silencio. Se apresuró a encender la luz y creyó ver el cuerpo de La Diosa convertida otra vez en La Bruja huyendo por la ventana. No te vayas gimoteó y volvió a la cama. Me estoy volviendo loco. Se hundió entre las sábanas y encendió el televisor en MTV. Después de auscultarse minuciosamente comprobó que no tenía fiebre ni ninguna dolencia que acusara el desorden de su mente. Es el silencio lo que me sienta mal, recuperó de la maraña neurálgica. Sumido en un falso estupor consiguió engranar las partes del sudoko emocional. Levántate, Ánxel, no puedes esperar más tiempo, la noche es tuya; la fauna nocturna reclama a su rey.
Lo último que Ánxel sabía de La Perversa era que trataba de apartarse de lo que llamaba la senda del mal; quería abandonar los parajes nocturnos para permitir que su belleza fuera devorada por la luz, ya como afanadora en una empresa de limpieza o como vendedora de productos de belleza de puerta en puerta e incluso retomar sus estudios abandonados cuando debutó entre las sombras; haría lo que fuera con tal de recuperar el sentido de la vida buena. Se trataba de ser visible, La Niña Buena, La Redimida y estaba dispuesta a conseguirlo; se esforzaría sonriendo al mundo con cara de Quiero ser feliz, denme la oportunidad de lograrlo. Oh, La Perversa implorando, pensó, con lo linda que luce con su mirada de Ansío ser tuya. Toda una catástrofe sería su ausencia en el universo neblinense. El taxi aparcó frente al Metrosexualia, el antro donde La Perversa daba su show de despedida desde hacia un mes. Ánxel entró respirando de golpe toda la atmósfera. Otra vez la noche con sus sombras y sus colores, porque el sitio desbordaba cromatismo, la niebla nicotinesca, la grisura etílica, el deseo radiactivo igual que un mal olor impregnándolo todo. Ocupó un lugar estratégico para mirar a La Perversa sin que ella pudiera verlo y desde ahí contempló el llano en brama. Ordenó un vodka y encendió un cigarrillo (justo cuando creyó que abandonaría el vicio, bah, es como La Perversa, un mal bendito). Tras el humo miró a una pareja masculina tomada de las manos, más allá, un par en plena colisión labial y en la barra, un encontronazo de chicas oscuras que le hicieron recordar Mujer contra mujer. ¿Dónde has caído, Ánxel? Se cuestionó, sólo por considerarlo políticamente correcto pero la imagen de La Perversa le atomizó la respuesta. Un travestido estrafalario le arrancó una sonrisa.
Esa exhibicionista ridícula es la Laika. Ánxel se giró y vio a un hombrecillo bien vestido que le acercaba su bebida pero el excesivo maquillaje que lucía en su rostro le hizo recular. Supongo que es la primera vez que vienes aquí porque nunca antes te había visto. Ánxel asintió y dio un trago al vodka. No te preocupes, dijo el hombre con una voz masculina que pretendía ser femenina y tan delicada que evidenciaba que era hombruna, aquí la pasarás muy bien; el Metrosexualia es un lugar discreto y seguro, ideal para primerizos y le guiñó el ojo. Sin solicitarlo se sentó junto a Ánxel y se presentó con un nombre inventado con fonemas de otro mundo. Mira a la perra ésa, seguro anda pacheca, la pobrecita, cuando no está en La Luna se pierde en El Infierno. Al percatarse que Ánxel no entendía nada aclaró: son dos antros de poca monta en las afueras de la ciudad, por eso viste así, es su glamour de la periferia. Se la vive drogada, es la única manera en que consigue volar. ¿Y tú, guapo, cómo te llamas? ¿No serás chacal, verdad? Ánxel no respondió. No importa. Los primerizos siempre se cohíben cuando están en un antro de ambiente, poco a poco se relajan y terminan integrados a la fiesta; porque cuando esto se pone bueno somos como una gran cadena rosa de afectos superlativos. Ánxel sonrió y le ofreció un cigarro, que el otro aceptó y encendió con premura. Yo también fui como tú: buga, pero de eso hace ya mucho tiempo, y alargó la u como si mugiera. Aspiró con fuerza y lanzó el humo como si fuera una fumarola. No te creas, yo también tuve mis novias, vivía en el desmadre y mi fiesta parecía infinita, pero no te miento, a veces sentía curiosidad por ese placer masculino que sólo otro hombre te puede dar; pero tú me creerás, siempre supuse que era culpa del alcohol o la camaradería en el bar, ya sabes, fuera de ese espacio de machos no puede uno mostrarse afectuoso porque entonces la sospecha de que eres rarito te estigmatiza y no hay marcha atrás en la recuperación de la hombría, así lo pruebes miles de veces. El hombre caído es un puto condenado a no levantarse jamás; ni para leña sirve. Ánxel escuchaba atento mientras miraba de vez en vez a La Laika gravitar en el escenario. Pero todas esas cosas que dicen no son ciertas. Al menos yo no me las creo. Es tan difícil ser varón. La Hetera –así la había bautizado ya Ánxel- sorbió de su cerveza y continuó. Próximo a casarme mis amigos de la empresa trasnacional donde laboraba organizaron la clásica despedida de soltero, entre las chicas del show iba también un streaper, dizque para el desmadre; y efectivamente así fue, ya entrados en la burbuja festiva terminé teniendo sexo con el chulo en el baño de mi departamento y así de golpe, en la primer embestida descubrí una nueva forma de nombrar el placer y mi tendencia homosexual y que mis amigos no eran tales. El dolor vendría despuesito. La mecha estaba encendida y la bomba estalló, pero no me arrepiento. La Hetera hizo una pausa para limpiar el sudor y retocar el polvo de la cara. Ánxel aguardaba impaciente que apareciera La Perversa y pusiera fin al relato iniciático. Pero el otro continuó desmemoriando su historia. La aceptación llegó con el tiempo, con el rechazo de la familia y emparejado con los recibos de agua, luz y teléfono del departamento a donde nos fuimos a vivir mi pareja y yo. Vivíamos de mis ahorros mientras encontraba otro empleo que no me solicitara la prueba de Elisa ni preguntara si daría mi apoyo al matrimonio homosexual. Ánxel apuró el trago y ordenó otro. La Laika se despresurizaba sobre una mesa abandonada. Pero la historia de amor terminó, conseguí trabajo aquí y desde entonces no la pasó tan mal. Brindaron por el encuentro aunque Ánxel desesperaba por ver el show. La Hetera lo conmovía por su facilidad para desgajarse ante un desconocido sin temer al rechazo o a la burla, o peor todavía, a la indiferencia. La Hetera que parecía leer entre sienes apuntó: la primera vez que te entregas da miedo, sientes miedo al dolor, a caer, a extraviar el camino, a no volver. Pero después de probar los matices del miedo éste se diluye y puede decirse entonces que estás enamorado o así te lo parece (es lo más cercano a declararse loco) y destruyes los mapas, la brújula, los señalamientos, todo aquello que te permita situarte, porque lo único que quieres es precisamente perderte. La desintegración en el otro es peligrosa pero infinitesimalmente reconfortante, leí en alguna revista. La música ambiental del principio varió bruscamente a una más romántica. ¿Bailamos? Ánxel se negó y encendió otro cigarrillo. Tienes mucho silencio en tus ojos, me encantaría llenarte de ruido. Ánxel sintió de repente una oscilante fricción en su pierna cuyo calor ascendía al centro de su cuerpo y comprobó que el deseo es un pájaro ciego que da tumbos por la piel como si de un cielo caído se tratara. Apartó su extremidad y aplaudió al show de La Perversa que ya iniciaba. Alguien tiraba de La Laika para alejarla del escenario. La Hetera sonrió a Ánxel y se unió a los aplausos de los demás. Su show, había concluido.
La Perversa inventó el espacio y el sonido con la ondulación de cuerpo. Su cabello fue un camino rumoroso que conducía a todas partes y a ninguna. De sus caderas pendían ojos machos, ojos rabiosos, ojos vampiro. Sobre su pelvis las arañas del placer competían por la mejor tajada de la presa. Ánxel le arrojó un beso al ombligo que emitió mil brillos en las cuentas de sudor que escarchaban su cuerpo. De los soles gemelos irradiaba calor que elevaba exponencialmente la temperatura hasta evaporar el mercurio de cualquier termómetro: 100º sexus. La Perversa abandonaba el mal desnudándose en la oscuridad para complacer al otro, ofrendando su cuerpo al crisol de sus verdugos para retornar virgen al buen sendero; samaritana y sierva de la noche, bautizada de besos y lascivia, ungida por la savia seminal, guiada por la luz del cirio del deseo. Redimida. Al enésimo trago La Hetera reiniciaba decidida su ataque seductor, katiushas del desenfreno, pensaba Ánxel; un esfuerzo inútil resultaba su intento de vencer a quien conoce de trampas. Le resultaba absurdo, grotesco, pero La Hetera no se rendía y ya ofrecía amorosa el jugo de la mañana y el beso de las buenas noches. Sus manos se alargaban tratando de tocar la entrepierna de Ánxel, Molécula Libidinosa como lo llamaba. Desiste, no pierdas tu tiempo, estos átomos –como tú dices- me pertenecen y se apretaba el bulto, y se los prestó solamente a mujeres. Pero La Hetera no escuchaba o no comprendía porque parecía poseer entendimiento femenino, tenía el cuerpo copado de alcohol y se estremecía como una babosa rociada de sal; igual que un epiléptico en plena crisis, un pez al que han despojado de toda el agua del mar en que habitaba. En realidad la mayoría parecían peces aleteando vanamente en el aire. Los cuerpo iguales se amalgamaban en polímeros orgiásticos y el calor se transmitía por conductos de alta intensidad corporal. Al mirar aquello Ánxel pensó en las leyes de la termodinámica y en las máquinas que se echarían andar –infinitamente si no hubiera pérdida- con la energía acumulada en el Metrosexualia; energía rosa, sin contaminantes, abundante. La Hetera pretendía abrazarlo mientras prometía sumisión cristiana por los siglos de los siglos: si me das en una nalga, te ofreceré la otra sin vacilar, profería grotesca e impertinente. Finalmente apareció La Perversa, Ánxel la estrechó hacia su cuerpo y le ofreció un beso. Veo que conoces a mi amigo, dijo sonriente al maniquí. ¿Me lo prestas tantito? balbuceó el otro. Pero ella le acercó un vaso con agua en tanto Ánxel liquidaba el servicio. ¿Por qué te vas con él? ¿Acaso eres lesbiana? La Hetera giraba sobre su propio eje buscando asideros. Ánxel se acercó y le musitó al oído: lo siento, creí habértelo dicho, soy irreversiblemente heterosexual. Al escuchar aquello La Hetera emitió un bramido que recordó a algunos, el canto de la Callas en plena abyección onassiesca.
Ánxel y La Perversa iban por la calle riendo aún por la broma realizada a La Hetera; declararse heterosexual converso me resulta cómico, decía él, asumirse heteroflexible es una provocación ferromagnética para cualquier gay en apuros. Pero él era un buga desprejuiciado que se había iniciado en amores precozmente y no daría marcha atrás en sus convicciones, menos ahora que llevaba del brazo a una mujer ígnea como La Perversa, con quien había experimentado el placer en todos sus reveses. Nomás imaginarlo crecía entre sus piernas el deseo de poseerla y atrapar su cuerpo bajo las sábanas hasta que se agotara la madrugada y ella recupera, otra vez, su espíritu de mujer mala. Buenas noches, amigo. Ánxel reconoció rápidamente la voz y luego la silueta apostada junto a un taxi. Dante. Así que Casanova regresa. Éste sonrió y le presentó a La Perversa; los ojos del joven no abarcaban el asombro que le causó estar frente a un cromo de gran formato. Fiuuuuu, te rayaste mi buen. Lo cual ella no escuchó porque aguardaba ya dentro del auto. Nunca la había visto tan cerquita. Ánxel le dio una palmada en la espalda y le urgió a partir.
Enfilaron en dirección a donde vivía La Perversa que bajó el cristal de la ventanilla para refrescarse con el viento de la madrugada. Atrás dejaba una vez más el sonido de los hielos cayendo dentro de los vasos, el equilibrio que exige andar sobre tacones altos, el peste del humo y el olor a rancio de su camerino. El eco de los aplausos se iba diluyendo en el solvente sereno de las horas. Su mano se aferraba a la Ánxel, con quien se sentía segura y más que deseada un tanto querida. Nunca temía entregarse a él porque cuando la tocaba la enfrentaba a ella misma en esa búsqueda que con otros ni siquiera se planteaba. Había querido ser monja pero su ordenación culminó bajo la sotana del cura de la iglesia de su barrio. Hacia tanto tiempo de ello, que se creyó virgen la primera vez que tuvo sexo con Ánxel. Él había sido tan considerado y le había revelado un universo ignoto que se aferró a la idea de que él era quien la había iniciado en el juego de la carne; formaba parte del mito de La Perversa, y había funcionado. El aire le hidrataba el rostro y le humedecía por dentro el corazón lleno de recuerdos, se mantenía ajena a la plática de los hombres y sabía que estaba ahí, porque Ánxel la obligaba a ser ella. Pero éste tampoco conversaba con el taxista, respondía con monosílabos a las preguntas de Dante o eran anécdotas acaso, no importaba. Tenía urgencia por estar en intimidad con La Perversa y extasiarse en ese cuerpo empeñado en santificarse. Dante hablaba de la buena suerte, de los sucesos de la noche, del clima, de las mujeres, del sexo que quería experimentar y que por güey todavía no había logrado, se quejaba de aquellas situaciones que ansiaba vivir o que suponía tendría que afrontar y que no llegaban; sentía que a su edad había asistido a su existencia desde la butaca de espectador y a su juicio eso era una injusticia, él quería estar en primera plana apropiándose de su destino, pero sus comentarios se perdían entre los ecos de la noche.
Llegaron a donde vivía La Perversa. Un espacio modesto por el que pagaba un alquiler barato en pleno boom de las inmobiliarias. Descendieron del auto e invitaron a Dante a tomar un trago. El joven vaciló por un instante pero se decidió al mirar una vez más las formas de La Perversa. Total, lo único que puedo perder no importa. Tenía la cuota completa y por estar cerca de esa mujer, creyó que valía la pena adelantar el final del turno un par de horas y renunciar a un ingreso extra. Bajo la luz amarilla de la estancia La Perversa se rodeaba de una aureola que podía hacerla pasar por santa. Sentados en la sala, Dante la contemplaba con recelo, escudriñándola. Respondía a las preguntas de los dos pero seguía sintiéndose nervioso. Al segundo trago su vista tomaba la dirección hacia el deseo. Ánxel encendió un cigarro que finalmente no fumó, se lo pasó a La Perversa que también lo rechazó; recostado sobre las piernas de ella observaba el techo y apenas entendía de qué hablaban ahora ella y el taxista, parecían animados y no se esforzaba ya en ingresar a ese circuito. Dante ignoraba que se hallaba ante Beatriz y que pronto escribiría el inicio de la tragedia de su vida. Los ojos de La Perversa le brincaban en el cuerpo como grillos malheridos, era un cocumen que le urgía a tocarse, a querer arrancarse la piel. Avergonzado pensó en los condones que guardaba en el bolsillo del pantalón. Ánxel se incorporó y dio un beso breve a La Perversa, depositó el vaso en una mesa próxima y se alejó de la sala. Salió hasta la acera. El viento soplaba frío y el cielo lucía nítido, como recién barrido, sin una sola estrella visible. Pensó en La Diosa y avanzó unos pasos con las manos en las bolsas de su chaqueta. La evocación le trajo el aroma de las rosas, la humedad de la tormenta, el verdor las aceitunas de sus ojos y una erección. Deseaba estar con ella pero ignoraba dónde se encontraba, así pasa con las diosas, están en todas partes y en ninguna. Sintió más frío y entró al coche; había tomado las llaves de donde las dejó Dante. Adentro la temperatura era agradable y volvió el recuerdo de La Diosa como una infusión tibia que le hizo necesitar con urgencia la desnudez vertiginosa que lo hacia volar. Mi bruja, mi diosa, mi bruja, mi diosa empezó a repetir mientras se recostaba en el asiento del taxi y empuñaba el arma que le urgía a pelear e ir en busca de ella.
Dante desconocía cómo había llegado hasta ahí. Pero se hallaba sin camisa de espaldas sobre la cama de La Perversa que le recorría el torso con las uñas más filosas que él recordara. No dejaba de mirarlo como si quisiera reproducir su forma del otro lado de sus ojos, adueñarse de su cuerpo lampiño, esbelto, lleno de deseo. No sabía qué hacer, había imaginado tantas veces este momento y justo ahora no tenía idea de qué dirección seguir; su inmovilidad le causaba malestar en su hombría. Pero cuando se viaja con un conductor designado uno solamente se deja llevar, y eso fue lo que hizo. Su Ánxel de la guarda no estaba cerca para guiarlo; lo había traído hasta ahí y él había decidido dar el siguiente paso -¿o fue ella quien inició todo?-, así que no se rendiría; estaba convencido de ello definitivamente. Entonces sintió la boca de La Perversa mordiéndole la piel y él se estremeció electrocutado por la descarga de adrenalina que aquellas dentelladas le provocaban. Ni cuando rebasaba el límite de velocidad permitido había experimentado esto. Las caricias de La Perversa escurrían cuerpo abajo y él se estremecía como un fauno caído en la trampa. Sentía que debajo de la piel un auto a gran velocidad le calentaba la sangre. Espera, se decía, cambia a tercera, oprime el clutch, acelera y enfrena, no pierdas de vista el camino, los ojos al centro de la vía; observa por los espejos, mantén el control, no des vuelta en contrasentido, rebasa sólo por izquierda, enciende las luces, no rebases con línea continua, avanza despacio, en primera, tenemos toda la noche para llegar a nuestro destino. Se desvistió por completo –ya sin un asomo de vergüenza- y colocado sobre el cuerpo de La Perversa repitió el ritual al que ella lo había sometido. Contempla, siente, aspira, provoca, degusta, enciende, libera, lento, nene, siempre lento, la velocidad es para los suicidas; encuentra su ritmo, entra en resonancia con su cuerpo, consigue que se desprenda de su piel, adivínala y ofrécele eso que está necesitando y no es capaz de nombrar, recordaba de súbito Dante las palabras de Ánxel y el instinto obró sus artilugios. La Perversa se revolvía entre las sábanas y se entregaba dócil al sacrificio de aquel sacerdote casto cuyas manos limpias la preparaban para la inmolación en la piedra sagrada. Dante no dejó un espacio sin besar ni zona sin horadar; había aprendido en la andadura el algoritmo de los cuerpos en celo. Cuando su cetro traspasó el templo otrora profanado había arrancado a La Perversa una oración suplicante, una promesa y un salterio de plegarias a las cuales había respondido a todas que así sería. Dante burlaba los círculos infernales como si tuviera alas y avanzaba diestro por el Minos femenino cual asiduo morador del laberinto. Ahora La Perversa cabalgaba sobre un centauro sometido y le ofrecía saciar su sed en las rocas blandas de sus senos, que él bebía ansioso y agradecido. Para Dante aquello superaba sus fantasías playboyescas y burlaba el cerco de prohibiciones aprendido en su infancia que ya le resultaba distante cuando no ajena, un territorio perdido. La Perversa lo dinamitaba todo y él quería prolongar su visión del paraíso, acampar más tiempo, quedarse en ese centro marginado del mundo que se le revelaba un espejismo. Repasó el reglamento de tránsito artículo por artículo, los bandos municipales y los manuales del buen conductor; necesitaba posponer el orgasmo definitivo. Repitió los elementos de la tabla periódica, los que apenas recordaba, pero esa estrategia no le funcionó, pues La Perversa era el oxígeno y el azufre, el sodio y el oro, las tierras raras y los metales de transición. Se desplomó sobre su espalda luego de verter el mercurio que rodó hasta las sábanas. En la voz de trueno que emitió La Perversa creyó escuchar que ya era salva, que había sido redimida, lavada por los aguas salobres de un nuevo bautista. Exhausta buscó su boca y se abrazó a él, el cordero que resoplaba desfalleciente; la salvación la había alcanzado y la hacía sentirse feliz. Rendida se estrechó más a Dante y se durmió. De a poco éste recuperó la secuencia de sus pensamientos; la madrugada se había hecho corta y la densidad de su cuerpo se agravaba. Pensó en Ánxel y escuchó que la lluvia comenzaba a caer. Hubiera querido salir a su encuentro pero el calor envolvente de La Perversa le impedía huir. Los latidos del corazón de ella fueron la canción de cuna que lo entregó al descanso.
A punto de concluir las vacaciones, Ánxel seguía desconociendo la ubicación de La Diosa. Yo te busco, le había prometido ella (no me llames, no me escribas, yo te busco), pero los días se habían sucedido y el silencio agigantado de tal modo que no tardaría en declararse derrotado por la pausa luego de que la espera terminara por expulsarlo de sí mismo. Había fracasado en los intentos de volver a su antiguo régimen; era inútil insistir en ello, pero si La Diosa no aparecía tampoco tenía sentido continuar con la existencia semivacía. Pensaba en esto mientras avanzaba por los pasillos de un centro comercial luego de dos días de estricto aislamiento. La pulcritud de los pisos le revelaba un hombre hastiado de la vida, vencido por alguna fuerza mayor que la inercia; quizás la de la desesperación. Todavía recordaba la noche del Metrosexualia, no se había despedido de La Perversa ni de Dante, la habrán pasado bien, supongo, se dijo a sí mismo y la hipótesis de la felicidad ajena le aguijoneó alguna parte del cuerpo que no logró identificar. Nadie supo después, nada de él, lo que confirma lo vulnerable que es la presencia o lo fácil que es caer en la desaparición; somos prófugos del olvido. Había estrechado sus paréntesis hasta el extremo de ser solamente un punto, uno que ahora se prolongaba en una lánguida línea recta hacia las escaleras eléctricas. Andar le resultaba tedioso: los pasos se vuelven de plomo cuando estamos solos. Ascendió meditabundo buscando dentro de sí las llaves que abren hacia el exterior donde el aire limpio abunda y es posible respirar mejor. Entonces acaeció el milagro, en la escalera que conducía hacia abajo descendía La Diosa. Todavía aturdido por la sorpresa –donde naufragó unos segundos- la llamó y ésta respondió con una sonrisa que lo salvó del pantano de su rutina. Ella era la luz primera de la mañana, de esa mañana que se había tardado mucho en suceder. Impedido para saltar a la escala paralela trepó corriendo dando tumbos con la gente que ascendía sin prisa. Confiaba que ella lo aguardaría abajo pero cuando inició el descenso La Diosa mantenía su avance frenético eludiendo saludos y aparadores, parecía un robot. Era el segundero eterno de un reloj atómico y él hubiera querido tener alas para darle alcance más pronto. Mientras corría recordó la Paradoja de Zenón; él era la liebre dando saltos de tullido, ella la tortuga atemporal, por más que avanzara nunca la alcanzaría. Abatido, finalmente la encontró frente a un escaparate de zapatillas. Cenicienta se habría perdido el baile si hubiera tenido que elegir entre decenas de pares. Tal vez hubiera ido descalza, alegó él recuperando el aplomo. He pensado en ti, Ánxel. Yo también. Pero necesitaba que tú también lo hicieras, es decir, que pensaras en ti. No tengo nada que... Vamos, Ánxel, exclamó disgusta y lo arrastró hacia pasillos menos concurridos, no puedes suponer que no tienes nada qué reflexionar. Tú vida ha sido un desastre. Sólo quiero disfrutar lo que siento. El sentimiento es efímero y no basta; tú lo has dicho: el amor viene y va. Fue un desacierto. No te retractes, si a la emoción no le colocamos amarras huye, tú lo sabes mejor que yo, Ánxel; eres tú el racionalista, el objetivo, el efecto-causa. Pero también hay situaciones que suceden sin que se evidencie un antecedente, dijo él. ¿Por qué intentas destruir mi concepto de ti? Existe un principio de incertidumbre. Todo no solamente es relativo sino incierto, estoy convencido de ello. Basta, corazón cuántico, no pretendas volverme loca con tus nuevas teorías. Yo estoy loco por ti, ¿por qué no me crees? Ánxel, ¿cuándo sabes que la luz se comporta como partícula y cuándo lo hace como onda? Él no respondió. Se sintió vencido por aquel argumento de su Diosa que lo despreciaba o que se cobraba muy caro los desplantes del pasado. Sin protestar ingresó tras ella en una boutique de marcas exclusivas. La frivolidad de la moda existe porque estamos aquí cumpliendo el ritual de comprar y desechar cada temporada; sin este interés no existiría esta obsesión. Ánxel seguía en silencio. Yo estoy interesada en ti y tú estás obsesionado conmigo, la línea entre el querer estar con alguien por amor o por capricho es muy tenue o inexistente, no lo sé. Esta camisa te quedaría muy bien. Me la llevaré. ¿Por qué no me has llamado? También compraré este perfume ¿te gusta Armanimania? Es un tanto loco, lo sé, pero me agrada. He enloquecido esperando tu respuesta. Este cinturón es perfecto para ese vestido blanco que tanto te excita cuando me lo pongo. No te das cuenta que te amo, lanzó Ánxel a bocajarro y clavó sus ojos desvelados sobre la mirada transparente de La Diosa. Tú únicamente tienes miedo, es todo lo que a ti te pertenece y que podrías ofrecer. Te asusta estar solo, te da pavor el silencio, no eres capaz de esperar sino es por una situación específica, nada has dejado al azar y estoy convencida de que has extrapolado el sentimiento en función de mi respuesta. Mi ausencia de estas semanas ha despertado en ti un loco amor por mí cuando en realidad estás un poco desesperado. Ánxel volvió al mutismo y la miró liquidar el importe de sus compras. Salieron cargados de bolsas. Gracias por esperar unos minutos. Él sólo asintió. Si los hombres parieran ya habrían inventado la manera de prefabricar los hijos, listos para ingresar en una incubadora y en cuestión de días aparecerían con el producto en sus brazos; sonrientes, sin dolores ni várices, sin trastornos hormonales, sin kilos de más ni con la piel flácida; ni un mareo ni un antojo, ningún desvelo. ¿Qué satisfacción existe en lo que se obtiene en la inmediatez y sin esfuerzo? Ánxel avanzaba junto a ella y reprimió las lágrimas que hubiera querido llorar en ese instante. Ponte esta camisa el día que vengas a casa a cenar. Luego lo obsequió con un beso de textura frágil, quizás con sabor fino, tal vez de Chanel y desapareció. Ánxel no dijo ni hizo más. Ella era una bruja y lo mantenía hechizado. Había hablado de hijos y de moda dentro de la tienda y evidenciado su incapacidad de amar. Empezó a andar lentamente y recorrió todas las tiendas, de la Armani a la Zegna pensando cómo salir del laberinto. La Bruja era indomable, La Diosa se resistía a ser colocada en un nicho para ser adorada. Mierda. No se hallaba diletante ante ninguna de las dos; la que escapaba de su vida no era una invención de su mente sino una mujer. Y para convencerla de la autenticidad de su amor solamente requería una acción: ser hombre. Apretó contra sí el regalo que ella le diera y echó a correr hacia la salida del palacio de cristal.
Es necesario reaprender a mirar, a tocar, a sentirse otra vez; recuperar el espacio personal y generar una distancia con el resto de los cuerpos, escribía Ánxel en su blog desde el ordenador de su despacho, un cubo luminoso, confortable; su centro de mando le llamaba él, donde revisaba y daba el visto bueno a los proyectos que el ayuntamiento daba a las empresas que ganaban las licitaciones del municipio. Su trabajo le demandaba objetividad a cambio de mucho tiempo libre, que otros perdían en el leviatán burocrático. Sólo se aseguraba que el proyecto fuera funcional, sustentable y sobre todo económico según las premisas del gobierno en turno; si consideraba prestaciones sociales y garantías medioambientales era un plus que a él ya no le correspondía evaluar. El diseño estaba reservado al ámbito personal. La arquitectura había sido una elección correcta que le permitía jugar con el volumen (no imponerse al espacio sino integrarse al mismo) y reinventar las formas naturales, matizar las sombras, colorear la luz, innovar la comodidad, modelar el vacío hacia estructuras habitables. La geometría y la física en sus manos. Echó un vistazo a la hora; aún tenía tiempo y necesidad de continuar escribiendo. Se ha vuelto urgente contemplar desde otras perspectivas, una mirada plurifocal, virar el ángulo de percepción para experimentar otras visiones. Maravillarse ante lo cotidiano con ojos infantiles que redescubren la realidad a cada momento. Para ellos la continuidad –si acaso existe- no va exenta de asombro, cada suceso es único y tal vez irrepetible. Cuando el bebé lanza el objeto al suelo insistentemente no está esperando que alguien se lo acerque, tampoco está probando la ley de la gravedad –contra la que otros combaten-; con su insistencia, quizás, espera que en algún momento el cuerpo arrojado no caiga sino que se eleve o al menos se suspenda para una mejor contemplación de sus propiedades. Es imperativo darle a la vida un matiz de ingenuidad, creer de nuevo en magos y monstruos, en seres alados y tesoros ocultos. Regresar o al menos intentarlo, al estado de pureza, al cero absoluto de la experiencia vital para entender el amor, sus vicios y los frutos de su existencia, vivir a plenitud, en equilibrio. Despejar el pensamiento de ecuaciones y estadísticas, dejar de tasar la realidad e ir tras los bosques y los estadios naturales, raspar el carbono que hay en nuestros pulmones para hacernos más livianos. Desacelerar. Olvidarnos de la bolsa y de las predicciones económicas, del pronóstico del tiempo y del top ten. Apagar el auto, el cigarro y el teléfono portátil; también el televisor. Mandar a hibernar a las computadoras y bajar el switch. Confiar más en el instinto que en la señal de satélite. Rescatar los impulsos de muerte que son, paradójicamente, las pulsiones de vida. Necesitamos una vuelta a la sensibilidad y que sea la emoción la que nos lleve a una nueva inteligencia para salvarnos del Reino de las Bestias en que hemos caído. No más ciencias exactas ni humanismo pasivo sino ciencias humanas que nos liberen de tanta mediocridad.
Ánxel guardó la información tras revisar el texto y corregir detalles y apagó el monitor. Era hora de salida. Desde el ventanal miró que el sol se quebraba y apedazado cumplía su turno. La ciudad era una riada de sonidos y ausencias. Le parecía que ahora le tocaba quitarse el uniforme de hombre antes de adentrase en el cotilleo del tráfico, la prisa y el estrés. Renunciar al nombre para ser No-ser y participar activamente del mundo moderno: número-ciudadano, inteligencia light, cerebro portátil y egosensible. Cerró la oficina y se echó a andar; todavía alcanzó a despedirse de algunos compañeros y avanzó hacia la calle con el deseo de ocultarse en su refugio. Subió a un taxi y se acordó de La Perversa, ahora redimida por Dante, el hombre sin mal. La Perversa y El Ingenuo, si el principio cero de la termodinámica también aplica en las relaciones amorosas, en breve ese par alcanzaría el equilibrio y podrían intentar ser felices en tanto durara ese estado movedizo de la convivencia humana. Pretendió llamar a La Diosa convertida otra vez en La Bruja pero desistió (el taxista dijo algo sobre el estado del tiempo y lo distrajo). Tenía que aprender a esperar y en la demora, despojarse de lo innecesario, revestirse de una nueva virginidad (vamos, sonrió, virgen de segunda mano como La Perversa) y llegado el momento salir al encuentro de La Amada. Trepó los escalones de dos en dos como un adolescente que va en busca de exilios para hallarse detrás de la puerta con un tiempo personal para juntar las partes del puzzle que se sentía desde que se descubrió enamorado. Planeaba ducharse, comer algo ligero y luego redactar las líneas de un informe. Abrió la puerta y percibió que el sol muerto en las aceras ardía intenso en el interior. Era La Bruja, La Diosa, La Mujer la que lo aguardaba de pie, próxima al ventanal tomando agua. Lanzó su embarazo al sofá y fue hasta ella. Intentó pronunciar algo pero los labios femeninos sellaron los suyos y sin luchar, se dejó abatir.
Ánxel despertó al sentir la frialdad que ingresaba por la ventana abierta y al incorporarse del sofá se percibió con el cuello adolorido. Desconcertado se puso de pie y fue a cerrar la abertura. Encendió las luces y descubrió que La Bruja no estaba ahí; nunca había estado. La supuesta presencia vespertina había sido una ensoñación, un imago producto de su fuerte deseo de encontrarse con ella. Se duchó de prisa y comió veloz (aunque engorde, se dijo), redactó lo que serían las primeras líneas de su informe y se echó en la cama sin reparar en la televisión o en los mensajes del teléfono. Si a ella la encontraba en el sueño, dormiría, dormiría y dormiría; ya acontecería que alguna vez entre tanto paisaje onírico coincidieran y no la dejaría partir.
La distancia nos permite una perspectiva espacial, temporal pero sobre todo interior. La lejanía de los amantes acrisola sus sentimientos y decanta sus intenciones; los remite al tedio o los catapulta al siguiente nivel: el de la demanda constante del amado sin desesperar ni fenecer si acaso no existiese pronta respuesta a su solicitud. En este grado del amor, si éste admite estratificaciones, se adquiere la paciencia y la capacidad para disfrutar con intensidad no medible los momentos de compañía. La lejanía contribuye a la adicción afectiva, refuerza los enlaces eroatómicos, transorbitales, que mantendrán unidos durante un tiempo indefinido –mientras dure- a los que se aman. Alguna vez, brujita, echarás a andar hacia mí urgida por esta suerte de imán que también me hace tender vectorialmente hacia ti y te mostraré la función lineal que explica mi deseo, concluía Ánxel de redactar en su blog. Llevaba un mes sin conocer parte de La Bruja y ahora, a través de un escurridizo “emilio” lo invitaba a su casa para cenar. Trae la camisa que te regalé, puntuaba el mensaje, revelándole a Ánxel una zona fetichista que él desconocía de ella. Era ya el mediodía del sábado y acostumbrado nuevamente al trabajo sin ser un workaholic, debía esperar unas horas para ir hasta esa mujer que tanto necesitaba. Había revisado algunas construcciones y sólo aguardaba a que el taxi pasara por él para llevarlo a su refugio. Durante treinta y un días había ensayado lo que le diría a La Bruja cuando la tuviera enfrente, pero estaba convencido que cualquier palabra o estrategia que empleara, un piropo o un reclamo, un te he extrañado o un ¿cómo estás?, se desbarataría ante ella. Que como bruja que era podía adivinarlo todo y evidenciarlo. Esa mujer es una terrorista, se dijo en voz alta. Pero no se protegería más de ella; si resultaba ser una radical se inmolaría con ella, aceptaría la muerte absurda con tal de conjuntarse en su carne y su sangre para siempre.
Las últimas noticias reportaban que Dante y La Perversa vivían un idilio de novela rosa, la exacta replicación de escenas que va tejiendo el relato folletinesco para hastío de quienes lo presencian. Ella había abandonado el trabajo en el bar y él se esforzaba en el taxi más de lo habitual para darse una vida buena. Querían vivir juntos, empezar desde el inicio aunque ambos sabían que siempre se comienza desde algún lugar real y desconocido pero jamás desde la nada. Insistían en querer ser héroes en un tiempo en que no se estilan y para Ánxel esa idea podía encaminar hacia el fracaso su naciente relación. Abanicó el presagio y llamó a la puerta, a la misma que había llamado meses atrás sin recibir respuesta. El timbre sonó otra vez y acomodó la camisa que La Terrorista le exigiera vestir esa noche. Mua, mua, mua. Qué guapo, qué obediente, qué puntual. Ánxel ingresó a aquel paraíso familiar y no obstante, le pareció que algunos elementos habían escapado de su espacio o que ya no existían en su sitio. Sólo cambié el color de las paredes, lo demás permanece casi igual. Casi, ya sabes. Ánxel reparó su vista en la mesa: una vela aromaba la estancia, rosas frescas, rojísimas y vino tinto. ¿Te gusta? Él asintió. Se acercó para abrazarla pero ella se apartó sutilmente como se escabulle un gato. ¿Me sirves una copa? Obedeció. Él era el rehén, el esclavo, la visita. Brindaron arropados también por el silencio, como antaño, ¿recuerdas? preguntó ella. Ánxel sonrió y no se atrevió a perturbar la calma con algún otro comentario. Luego pasaron a la mesa y el tiempo discurrió sin apenas notarlo. Es como antes, pensó él. La Terrorista nuevamente en su rol de La Diosa le acercó un postre casero, receta familiar; es afrodisíaco, especificó. Ánxel aprovechó su cercanía para tomarla de las manos y advertir, entre la atmósfera doméstica, las partículas de Armanimania. Ella le contó de sus planes, la posibilidad de una beca en el extranjero para la que haría oposición. De obtenerla, algún lugar de la España sería su hábitat en los siguientes meses. Ánxel escuchaba y pensó pedirle que no se fuera; estaba convencido de que ella ganaría ese lugar. La Diosa era, además de bella, una mujer inteligente. Si ella partía la perdería irreversiblemente. Será una gran oportunidad, continuó como si hablara del pronóstico del tiempo, podrías venir conmigo, si quieres. Un master en urbanística no estaría mal. Puedo esperarte pero no sé si seguirte. Ella lo miró fijamente. Quiero decir, no es fácil asumir una decisión así, me refiero a lo laboral, implica trámites, permisos, justificaciones; mucho papeleo. ¿Y en lo personal, Ánxel? Sabes que me iría contigo. La Diosa le acercó la copa y avanzaron hacia la sala. Él le acarició sus largos dedos, mantenían un aroma afrutado que le extraviaba todo referente. Tenía deseos de ser sólo pulsión, arrojarse al fuego, abrasarse en la hoguera, pero antes de que él pudiera besarla ella se alejó para depositar las copas en la mesa. El viento que desató su leve giro obligó a que cerrara los ojos, y ella así se lo mandaba esta vez. La sintió colocada detrás de él, pegando su cuerpo en su espalda, cercándolo con sus brazos, bordeándolo con listones hechos de silencio avinagrado cuyo sabor lo refrescaba. Sintió aquellas uñas hurgar entre los botones de la camisa y luego andar sobre su pecho. La Diosa era La Bruja hechizándolo, corrompiendo su fortaleza racional y lanzándolo al vacío. Se dejó desvestir. Experimentaba aquella feria de caricias sin abrir los ojos, como lo ordenaba Ella; no le preocupaba que la fantasía de La Terrorista lo hiciera explotar a mitad de la estancia. No temía a La Bruja que podía envenenarlo con medio beso; estaba dispuesto a caer de hinojos e idolatrar a La Diosa. Pero era una mujer deseante la que oprimía sus senos contra su espalda descubierta mientras le surcaba con las uñas afiladas la piel de su torso. Comenzó a besarle la nuca en un beso que languideció hasta caer en el inicio de sus nalgas. Ánxel separó un poco las piernas para dejarla hacer en él su voluntad, quizás el único deseo de Casanova era dejarse seducir harto de tanto conquistar. Le mandó tumbarse sobre el suelo alfombrado y despojarse del resto de sus prendas; él cumplió la orden y esperó a que la bomba estallara. Ella se montó a horcajadas y le pidió que la mirara. Sorprendido Ánxel la descubrió cabalgándolo desnuda vistiendo únicamente su camisa. Ella le sonrió y lo sometió a una lluvia de besos que él aceptó sin cuestionar, en la distancia había aprendido que la sumisión es también una forma de poder.
Después de aquella noche hubo otras más, unas cuantas salidas al cine, cenas con algunos amigos de La Diosa, una visita a la disco y un par de comidas en las cercanías a la oficina de Ánxel. Encuentros fortalecidos por mensajes vía teléfono celular y de correo electrónico. El teléfono sonó más veces a deshoras y el verano parecía haberse detenido –y ya empezaba la siguiente estación-; como si la traslación terrestre hubiera desacelerado y el invierno austral fuera la antesala de la siguiente glaciación. El cielo de otoño se antojaba lejos aunque el viento nocturno traía cada noche rumores de frialdad y noticias del Viejo Mundo. Atardecía ese viernes y libre ya de trabajo Ánxel arrojaba dardos a un mapamundi colocado en la pared, que tenía el centro herido de saetillas; todas bordeando un solo punto: Madrid. Todavía entraba luz por el ventanal, la ciudad se encaminaba frenética hacia el fin de semana. Lanzó el último dardo y empezó a girar en su silla del escritorio. Aguardaba a que Dante apareciera para acompañarlo al Infierno o algún otro sitio oscuro y solitario de la urbe. La Perversa se había ido y él no encontraba la manera de regresar a la normalidad sin llevar su melancolía. El taxista necesitaba contarle de su pena que era una manera de recordar cuando fue dichoso; embriagarse un poco, tal vez; vodkar su desengaño un tanto merecido aunque no menos doloroso. De pronto Ánxel decidió a dónde irían sin importarle que Dante aceptara. Mientras esperaba no pudo evitar comparar el amor como un juego de posibilidades, lo cual no era novedoso. Sin embargo, millones en el mundo estarían igual que él o que Dante, apostando por ganar sin considerar que existe la misma probabilidad de perder. El curso del amor no solamente es errático o fallido sino también azaroso. Nadie ha sabido adivinar qué sucederá con el sentimiento el día siguiente o la próxima hora. Nos aventuramos a la experiencia amorosa más que vírgenes ingenuos, ilusos, cegados por una falsa sensación de control sobre las variables (uno y otro son las variables de una función que las más de las veces es disfuncional) y descartamos la existencia de un margen de error para no preludiar el llanto. Así que cuando apostamos a enamorarnos ya hemos sido declarados vencidos por esa extraña fuerza que en un principio nos hace creer que hemos triunfado. El timbre del teléfono expulsó a Ánxel de sus divagaciones; era Dante, que atrapado en el tráfico vespertino solicitaba paciencia porque tardaría un tiempo más para llegar. Ánxel aceptó. Las oficinas iban quedándose vacías y el silencio del lugar le agradaba. En la espera planearía su próxima salida con La Diosa. Pero al recordar que el taxista venía a él para aligerar su devastación emocional, recuperó las ideas sobre el amor como un juego fatídico donde el control viene de afuera y todavía nadie sabe exactamente de dónde. Miro otra vez en el mapa a España y le lanzó un objeto pequeño que lo desprendió del muro. Satisfecho sonrió y miró por el cristal; desde ahí dominaba las vidas errantes del hormiguero anónimo que zigzagueante crucificaba el espacio. Se sintió repentinamente un Polifemo semi clarividente que advierte el suceder de los otros pero no puede influir en sus acontecimientos ni modificar las consecuencias de esos actos. Entonces recordó sonriente un reality show de mucho rating en la primavera pasada: Amor sin esperanza.
De hechura hispano mexicana el culebrón real se desarrollaba en escenarios aztecas mayoritariamente. Y la historia iba así. Santi Sobrevilla –españolito majo, guaperas, todo cachas- aguardaba desde su BMW platinado el paso paquidérmico de un grupúsculo de izquierdas inconforme, que reclamaba al gobierno en turno, elecciones libres y limpias. En medio de aquel tumulto, distinguió la belleza de quien luego sabría respondía al nombre de María Encarna –ésta sí, made in México-, exhuberancia bípeda tropical, que al sentirse observada bajó la pancarta contestataria y volvió los ojos hacia el conductor que le miraba absorto. Aquella visión fue como un tiro de gracia; desde ese infausto momento Eros arribista encadenó sus vidas.
A la mañana siguiente –porque en estos teledramas el mañana nunca muere- Santi se encuentra con María Encarna en los pasillos de la empresa de los Sobrevilla donde su padre y él trabajan, que recién licenciada en ciencias políticas, busca una oportunidad en el consorcio telefónico de los prinmeros. Pero el reencuentro se da en un mal momento, cuando Santi la mira y María Encarna sonríe aparece Marion, la princesa cristiana 3-B (buena, bonita y blanca) elegida para ser esposa del soltero huidizo. Pero eso no basta, María Encarna que ha sido condenada a morar entre promesas de amor también debe enfrentar el acoso-cortejo del Chema, el guapillo del barrio que ha jurado “sentar cabeza” si ella le corresponde a su amor 100% ley. Con el drama servido, el espectador debía emitir on line su voto semanal para elegir al personaje que tendría que salir de la trama y también para apoyar a aquellos que salpimentaban la historia que todo el país veía por red nacional en horario estelar.
Así transcurrieron los meses entre las amenazas y chilletas, que Doña Pura Sobrevilla, una adicta al botox y a los spa exclusivísimos, hacia día con día a la sufrida protagonista, a quien odiaba por india; los sinsabores del padre de María Encarna, un modesto mecánico en problemas con Hacienda y viudo ejemplar según el juicio de la gente. Las maldades que Marion fue orquestando contra su rival en tanto se consolaba de los desaires de Santi esnifando coca o haciendo compras desaforadas en tiendas lujosas (media nación aprendió de marcas y tendencias gracias a este personaje fashionista); las promesa del Chema y sus parrandas continuas con la pandilla del barrio; la debilidad de carácter de Santi y sus viajes virtuales a Las Vegas para ordenar su vida y tomar La Gran Decisión; y el llanto soporífero de María Encarna, que un día ha descubierto que la sumisión de la mujer se reafirma en el útero (antes ha sido vencida en la cópula) cuando el esperma cerca al óvulo y empieza la replicación de la conquista (y el padecer de la vencida): el embarazo, el parto, el cáncer; todo lo gravoso empieza con “el”.
El éxito de aquel show iba in crescendo hasta que un día el país completo presenció el empoderamiento de la protagonista; súbitamente María Encarna decidió largarse de la empresa para montarse un chiringuito en La Merced, lejos de las fauces de las fama y para independizarse de su padre y de todo hombre; que ella se declaraba libre e independiente, como la patria; su progenitor finalmente acabó en la cárcel al conocerse que traficaba con auto partes robadas aunque sí pagaba impuestos. Marion se descubrió intercultural y se fugó con el Chema a uno de sus penthouse en una playa del Pacífico, quien se vio convertido en gigoló literalmente de la noche a la mañana. En tanto que Santi asumió su homosexualidad y se volvió a España para casarse de blanco con Hasan Alí, un guapo subsahariano sin papeles que desde la Península votaba clandestinamente para que Santi quedara libre y se encontrara con él en la Costa Azul. Millones asistieron a la paulatina salida del armario de Santi a través de la lectura en voz alta que de su diario hacia cada noche. Durante el show Santi descubrió la pluma (bueno, sus dotes de escritor) y la pluma lo halló a él: un auténtico encuentro de dos mundos. Pese a algunos inconformes – que doquier los hay y de todos los colores-, el culebrón terminó con alto índices de audiencia y enseñando a todos que el amor, que es un juego cruel, no ofrece esperanza pero sí divierte. Dante llamó a la puerta y Ánxel fue hasta él para estrecharlo y al sentirlo tuvo momentáneamente la sensación de que aquel hombre que viera tan feliz ahora era un fantasma.
Llegaron al Metrosexualia cuando en las mesas aún escaseaban los clientes y el nivel de los decibelios permitía escuchar las confidencias del otro. La intención de hallarse ahí, según Ánxel, era exorcizar a Dante de todo remanente de La Perversa. Si la había conocido en un lugar como ése ahí mismo tenía que sepultar su recuerdo. Eso respecto a la memoria. En cuanto al dolor sólo le quedaba asumirlo sin anestesia y en lo posible convertirlo en catalizador para aventurarse en la rutina mientras llegaba otra ilusión, porque a los veinte nadie espera el amor definitivo sino un puñado más de amores fracasados. Esta noche los ojos del joven no brillaban ni se mostraba animoso como otras veces; era un hombre con una decepción que le pesaba más que el cuerpo, así lo pensaba Ánxel contemplándolo gacho, buscándose en el interior de su vodka, naufragando en los hielos y la mar quinada. The weight of the world is love. La Laika se paseaba disfrazada de mujer inconclusa, irreal, sin problemas y atendía risueña a los pocos clientes de esa noche. Dante soltó un par de goterones y preguntó por qué no habían ido al Vancoubar. Allá te atrapará La Cara de Angustia y caerás en la celada posamor. Te refugiarás en ella y le harás el amor pensando en La Perversa hiriéndote estúpidamente; creerás que te salvas cuando en realidad escarbas más profundo y confundirás con claridad la densidad de las sombras. No quiero que sufras más allá de lo que corresponde hacerlo. Todo tiene un límite y no es conveniente rebasarlo. ¿Debo sufrir? Supongo que lo asumiste cuando optaste estar entre sus piernas. Ahora amachina, cabrón.
Pero miren quién está aquí, retumbó la voz aflautada de La Hetera. El buga converso y un amigo heteroflexible, supongo. Con un gesto intimidante Ánxel le advirtió que no se acercara. Oh, sí, estoy horrorizada de ti, te sientes muy hombre ¿no? Macho el que probó y volvió. Ánxel se levantó encolerizado y atenazó a La Hetera que reculaba chillona. Está bien, me voy, ustedes se lo pierden. Nunca he depositado mi masculinidad en mis genitales ni en lo que hago sino en lo que siento. La Hetera se desembarazó de Ánxel y se marchó bufando: cría cuervos y te sacarán del clóset. Dante estaba sorprendido, jamás había visto a Ánxel en plan agresivo y lo admiró veladamente. Lo siento, no era para impresionarte, pero mi tolerancia es de corto alcance. Dante sonrió y encendió el primer cigarrillo de su vida. ¿Lo fumarás? Supongo que alguna vez tendría que hacerlo; será sólo esta vez. Y antes de que el taxista empezara su relato Ánxel se aseguró de que ni La Laika ni La Hetera estuvieran cerca.
Ella se había ido un lunes al amanecer, con la octava de Santa Teresa le dijo, para internarse en un monasterio en una ciudad lejana con la intención de empezar una vida distinta. Iba cargada de libros religiosos, estampas y de su cuello pendía un enorme rosario de palo de rosas que no olía a rosas sino a podrido. No dijo más. Un beso en la frente y que Dios te guarde y salió de la casa. Dante tuvo que correr para alcanzarla y devolverle la llave del apartamento que alquilaba, pero ella ya no aceptó nada, no se detuvo y muy probablemente ni lo escuchó. Un taxi la aguardaba –qué ironía- y el tráfico matinal la engulló en sus entrañas de monstruo hambriento. Después ni un telefonema, ningún mensaje, ni una sola pista para emprender su búsqueda, aun el taxi en que se fugó resultó ser uno pirata. Quizás quería perderse, apuntó Ánxel; se fue dizque para encontrarse. Pero con el silencio creció el dolor en una proporción de uno a uno. Peor que si estuviera muerta. No existían noticias de La Perversa y las pocas cofradías que consultó se negaron a dar informes. La Perversa era La Desaparecida, La Fantasma, la resonancia del adiós que yace suspendido en el aire cuando hemos visto al otro partir. Yo la amaba, gimoteó Dante, no consideré que la perdería; no tan pronto. Ánxel le estrechó una mano y lo instó a desahogarse, como si con la deshidratación del cuerpo salieran a la par de los electrolitos, los sinsabores que no queremos soportar. La Hetera que miraba desde la barra susurró algo a La Laika quien se aproximó a la mesa de ellos con dos tragos “cortesía de la casa”. Y aprovechó para contemplar a Dante por quien sintió pena al verlo maltrecho; le había gustado cuando lo vio ingresar al bar y ahora se sentía doblemente atraída por ese cuerpo joven y herido; sin embargo, ese cachorrito no dormiría jamás en su guarida; al menos no esa noche. Ánxel agradeció las bebidas y encendió un cigarro. Contemplar a Dante caído era remar hacia las aguas de un pasado remoto, a una hora enmohecida, a lugares desdibujados por el paso del tiempo, a una mujer que lo hizo llorar, la que lo deshizo hombre. Mentira que uno está preparado para enfrentar el desamor; no existe plan B para sobrevivir al día siguiente solo, dolido, repleto de preguntas o remordimientos, deseoso de volver el tiempo para situar dónde empezó el final. Dante le inspiraba tristeza (su propia tristeza) porque lo estimaba y porque nunca pensó que se enamoraría de La Perversa –puberto pendejo-, tan errática ella, tan loca, fantasiosa, obsesionada con la idea de ser redimida y devuelta al coro angélico de los elegidos.
Dante ya no lloraba, únicamente observaba a Ánxel con unos ojos que se habían hecho grandes, más acuosos y que evidenciaban la pérdida de la inocencia, la expulsión del edén. Encaraba aquella mirada mientras recordaba lo que él le compartió: no te enamores de la primera mujer porque ella sabe más que tú y jugará a voluntad contigo. Porque no es verdadera, es fugaz y prescindible. Esa mujer existe para probar tu espíritu: si sobrevives eres un hombre; si pierdes no eres nada. Yo creí que duraría mucho más, alegó el taxista, no estaba preparado para esto. Dante, nadie se enamora de la puerta que conduce al paraíso. Parecía el paraíso. Pero era la puerta. La primera mujer es solamente sexo, pasión, ardor, rabia; hay que amar a la última. Pero nadie sabe identificar quién es la última. Si lo supiera estaría aguardándola en un café o en la estancia de la casa, en alguna parada de autobuses, bajo la lluvia. Nadie lo sabe, Dante. Es por instinto que darás con ella. Pero de esto soy el menos indicado para hablar, tú me entiendes.
Salieron abrazados como meses atrás lo hicieron Ánxel y La Perversa, iban ebrios y reían celebrando la existencia de las penas y del amor sin esperanza; con dificultad consiguieron abordar un taxi que los llevó hasta el domicilio de Ánxel. Dentro éste acomodó a Dante en el sofá mientras le preparaba un café. Se lo acercó y se sentó a su lado. Luego le echó el brazo y lo atrajo hacia sí. Entre los hombres existe un código no escrito que nos prohíbe el contacto físico, pero ahora los dos necesitamos un abrazo para no zozobrar en esta soledad de mierda, en el vacío. Dante asintió y lo estrechó con fuerza, como si fuera un niño con miedo huyendo de un fantasma. Hacia el último cuadrante de la madrugada se metieron desnudos bajo las sábanas y Ánxel envolvió a Dante con su brazo y lo acercó a su pecho. Lo escuchó llorar pero desistió de interferir en su proceso emocional, ya agotaría las lágrimas o se sentiría ridículo de hacerlo. Creía que en algún lugar del mundo, si existía, La Perversa rezaría por los dos.
ALFA
A veces todas las noches nos resultan iguales; en otras ocasiones, todos los días nos parecen idénticos. También pueden resultarnos parecidos y distintos a la vez apenas con diferencia de minutos o un puñado de segundos. ¿Cuántas veces hemos manifestado un adiós repentino que no obstante nos salvó de padecer un desamor prematuro? Así muchas veces más nos ha tocado asumir la desilusión por no haber sabido marcharse a tiempo. No saber elegir puede significarnos la diferencia entre la vida o la muerte.
BETA
La Perversa no volvió ni podría hacerlo jamás. La carta que Dante había recibido era explícita: estaba muerta. Y desde ese suceso había pasado más de un mes. La Perversa había terminado sus días creyéndose salva. Una tarde, guiada por una voz interior abandonó el coro con dirección al jardín de la Congregación monástica. Ella, la oveja sedienta corrió hasta el pozo de donde creyó venía la voz que la urgía a lavarse. Fue hasta el rezo de Completas que la comunidad percibió su ausencia. El rosario de palo de rosas anudado en el brocal del pozo fue la señal epifánica. El resto de la historia Dante no la quiso contar; la segunda muerte de La Perversa apenas le significó una lágrima y una demora de diez minutos en la oficina de Ánxel, a quien poco veía desde la visita al Metrosexualia. Ya lucía más optimista y se mostraba repuesto, tal vez porque en su ruta diaria tenía una pasajera habitual.
GAMA
Los seres existen (y se hacen visibles) por su ausencia; por el hueco que dejan. Cuando un cuerpo ya no está, percibimos que ha dejado de ser trivial, anodino y en adelante depositamos toda la atención en ese vacío evidente para colmarlo de propiedades.
Más que amar los hombres añoramos; amortizamos la vida siempre desde el subjuntivo. La cotidianeidad diluye el amor (o lo anula) hasta mimetizarlo con el reporte vial o el informe meteorológico.
Hasta que un cuerpo anulado se marcha irreversiblemente adquiere un revestimiento especial –y espacial- que lo torna un abismo privilegiado entre otros abismos. Tendemos hacia la nada filosófica aunque sepamos que somos carbono y agrupados en una nube carbónica (cuando no radiactiva) seguiremos existiendo hasta las postrimerías del cosmos.
Idolatramos el hueco que resulta cuando la forma tantas veces ignorada, indiferenciada, se ha diluido. Los vacíos de amor son agujeros negros. Racionalistas espiritistas, simulamos horror al vacío y somos excelentes navegantes de la vacuidad.
Si el reposo absoluto no existe, el movimiento perpetuo tampoco. Todo acaba. Todo. Pensaba Ánxel mientras observaba con detenimiento el cuerpo desnudo de La Diosa. Él vestía de rigurosa etiqueta y ella solamente traía consigo el aroma de un perfume caro. El cabello suelto le cubría la espalda pero dejaba al descubierto el resto de sus formas sinuosas. Ambos de pie, él bajo el dintel de la habitación de ella, La Diosa frente al espejo, extendían y dinamitaban a la velocidad de la luz puentes de múltiples silencio; porque no todos los mutismos son iguales. Algunos llegan más rápido que otros, son como ríos desbordados; los más son apenas una línea de humedad que se evapora pronto. Otros son decididamente caudalosos y es en ellos en los que se suele zozobrar con facilidad. Ánxel la contemplaba con la desesperación de recuperar a la mujer que sentía lejana a pesar de tenerla frente a él. Ella se enfundó un vestido oscuro y calzó unas zapatilla tan altas que si hubiera querido habría podido bajar las estrellas. Pero las brujas no persiguen astros ni las diosas se entretienen en menudencias mortales. Ahora parecía una esquirla luminosa y ella era la supernova. Ánxel continuaba enmudecido apoyado en el quicio de la puerta, las palabras habían caído dentro de una licuadora centrípeta que las pulverizaba; tenía solamente átomos callados y un ligero sudor humedecía sus manos. Sacudió las motas ficticias de su saco y miró el techo como si buscara un agujero por donde salir expulsado; quería huir hacia las alturas y como superman detener en el aire todos los aviones. Escuchaba la respiración de La Diosa envuelta de una atmósfera cítrica. Por el rabillo de los ojos la veía acercarse y regresar, andar de un punto a otro, como una mosca; acaso sintiéndose acorralada, muda. El silencio pesaba más que el aire y las nubes. Irrespirable, inasible, aquel momento evidenciaba la imposición de la nada, la caída en el nihilismo después de tanto bregar en la ría posmodernista. Volvió sus ojos a ella y se encontró con dos soles aguamarinos. Se abrazaron fuertemente para conjurar dos espacios vacíos, electrón contra electrón. El perfume se diluía y también el silencio. Ánxel buscó la boca de La Diosa y ella le ofrendó sus labios tintados de sangre y fuego. Pasaron los minutos o tal vez una hora y ellos permanecían ahí, enlazados metálicamente, enmudecidos, combatiendo los rumores de la noche y los pájaros portadores de malas noticias que cruzaban el cielo y la noche, transportando en sus entrañas de acero una multitud de personas a otras geografías. Quédate, imploró Ánxel, sabiendo que pedía lo imposible a una mujer. Eso podía concedérselo una bruja o una diosa pero no una mujer. Y él lo solicitaba a una sola, a La Amada que empezaba a ser La Ausente, La Ida. Se aferraba a ese cuerpo tan tibio, no suyo, sintiendo el calor fluir del cuerpo con mayor temperatura hacia el más frío. Luego viene el equilibrio pasajero y después nada. Lo sabía: el amor también se evapora.
El silencio se rasgó bajo el peso de la lluvia y el arrítmico pulsar de los relámpagos. La madrugada transcurría líquida y el agua le alcanzaba ya la piel. El único paraguas que podía protegerlo eran los recuerdos –lo que queda cuando se ha perdido todo- de su velada con La Diosa. Habían deshecho el amor bajo la puerta, memorizado sus cuerpos desmudos bajo el umbral, temerosos de traspasar la frontera para no extraviarse en mundo imposibles. Ánxel la había tocado hasta que sus dedos estuvieron a punto de estallar por el calor generado por la fricción, conocía al extremo cada pliegue de su cuerpo, todas sus reacciones, los estremecimientos de La Diosa. Era el cuerpo que más había besado. Era La Amada. Y ella se había dejado consentir para liberarse de las amarras que la retenían a él, porque deseaba no ser más La Mujer sino La Bruja, que emitía el hechizo y convertía en sapo al hombre hasta que otra, compadecida de su condición le devuelva la forma humana. Necesitaba ser La Diosa para devastar ese cuerpo en una noche y no reconstruirlo para que en sus ruinas continuara existiendo.
Es una luz negra pensó Ánxel cuando arribaron al restaurante para cenar. Pero su piel sabía a fruti cake, a strudel de manzana, a pastel mil hojas, a moka con almendras, recordaba. A pesar de la hora las calles estaban saturadas de cuerpos en movimiento. Avanzaba en sentido contrario por en medio de la avenida sin importarle el riesgo de andar por esa vía. La lluvia le pegaba en la cara y le ocultaba el llanto ante la gente que lo veía maltrecho y lo tomaba por un loco. Y Ánxel pensaba que sí lo era. Caminaba lento, ajeno a los discursos especulativos de los otros. Tampoco sentía frío. La única sensación que lo confirmaba vivo era el agua empapándolo todo. Veía a La Diosa como una fuente luminosa que resplandecía frente a él, la papalotilla ciega atraída por el calor y caía muerto. No he sido infiel a ninguna causa sino inconstante a todas. No me faltó valor para amarte como sinceridad para decírmelo y generosidad para entregártelo. He tenido miedo a no saber quién soy cuando estaba junto a ti y en realidad siempre he adolecido de una identidad precisa. Soy tan escurridizo. Pero ahora lo comprendo todo: era necesario perderme en ti para encontrarme. Esa es la cuestión y no la dubitación shakesperiana. De qué me ha valido ganarme si te he perdido, si vuelas ya hacia otro continente llevando en tu equipaje las salidas de emergencia y el plan DN III. Soy una soledad hueca, un empoderado a la inversa, el menos mío. El premio otorgado no al mejor sino al menos malo. Pura relatividad que me asquea, mero dolor elemental, y no existe ciencia que me salve ni humanismo que me compadezca. Vuelve, mi Bruja, mi Diosa, Diubliana.
Ánxel supo de la noche que moría por las lunas altas de los autos.
CÉSAR RICARDO AZAMAR CRUZ
Xalapa, Ver., verano-otoño 2006
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