Parece que te están metiendo un dedo en el el fuyul.
Orbelín. Pronunciar su nombre era como si la lengua surfeara en el paladar. Como si se balanceara. Cumplir una órbita. Y algo de chusco –o de grotesco- había (a-demás) en él. Era cojo. Las razones (nadie se sabía atrevido a preguntar la causa de su pierna coja o de su pie rengo) la ignorábamos todos aun cuando nos lo preguntábamos –sin decirlo- cada vez que lo veíamos avanzar apoyado de una muleta o dando saltitos como esas avecillas marinas en la orilla de la playa. Era gracioso verlo andar. Ver columpiar su pie derecho mientras en el izquierdo depositaba toda su fuerza y podría pensar, que también, todas sus esperanzas.
Orbelín no estaba quieto jamás. Se le podía ver jugando “la cascarita” con los hombres de la cuadra o persiguiendo niños en el juego de las escondidas o haciendo lo que más le gustaba: cazar mujeres solas, casadas pero solas, viudas –solísimas-; mujeres. Orbelín era cojo pero también era feliz; lo que se dice “pura risa”. Más amable que feo. Era feísimo. Flaco. Pero con un encanto que se balanceaba a la par –eso creo ahora- de su pierna inútil. No me hace falta, decía. Y parecía ser verdad. Con la otra realizaba muchas de las actividades que solemos hacer todos los que tenemos en buen estado las dos piernas y los dos pies. Para impulsarse, para saltar como gato por la ventana de una mujer sola, sólo se necesita un pie y que la ventana esté abierta, y que detrás de ésta se encuentre una mujer sola cotizando a precio de oro su soledad.
Orbelín no estaba quieto jamás. Se le podía ver jugando “la cascarita” con los hombres de la cuadra o persiguiendo niños en el juego de las escondidas o haciendo lo que más le gustaba: cazar mujeres solas, casadas pero solas, viudas –solísimas-; mujeres. Orbelín era cojo pero también era feliz; lo que se dice “pura risa”. Más amable que feo. Era feísimo. Flaco. Pero con un encanto que se balanceaba a la par –eso creo ahora- de su pierna inútil. No me hace falta, decía. Y parecía ser verdad. Con la otra realizaba muchas de las actividades que solemos hacer todos los que tenemos en buen estado las dos piernas y los dos pies. Para impulsarse, para saltar como gato por la ventana de una mujer sola, sólo se necesita un pie y que la ventana esté abierta, y que detrás de ésta se encuentre una mujer sola cotizando a precio de oro su soledad.
Abiertamente nadie sabía de dónde provenían los ingresos económicos con los que Orbelín se daba “la gran vida”. Uno –más bien, ellos- podían suponer de dónde-. Salvo los mandados que solía realizar a las atareadas amas de casa o las apuestas que ganaba alevosamente a los niños de la cuadra, Orbelín no tenía un trabajo fijo. No uno como el que todo mundo tiene. Sí, el suyo era un trabajo muy peculiar: destapacoños.
¿Destapa-qué? Preguntamos en coro alargando la e y abriendo los ojos por donde entró sin hallar resistencia la risa burlona de Orbelín. Destapacoños. A eso me dedico. No comprendimos su actividad pero prometimos guardar el secreto. Es un trabajo especial. ¿Cómo el de espía? Sí, como ése, sólo que más placentero. Y puso una cara como si le faltara el aire, como si estuviera probando algo ácido, como si se muriera.
Venido quién sabe de dónde, Orbelín pronto se convirtió en parte del paisaje como lo fue rápido de la palomilla que se reunía cada tarde alrededor del campo para jugar futbol. Era buenísimo. Metía goles con un estilo elíptico que lo hacia inconfundible. Pensaba que en ello radicaba su éxito con las mujeres. Tiempo después supe que había acertado. Lo supe muchos años después cuando aprendí a saltar ventanas pero para huir de algún marido celoso que arribaba a destiempo a su hogar; incluso antes, cuando tuve que andar con un solo pie debido a una fractura producido por una caída; de hecho muchísimo antes, cuando un tropiezo fortuito me hizo caer entre las piernas de una mujer generosa. (¡Qué rico te meneas!). Entonces supe qué era un destapacoños, supe –de pronto- a qué se dedicaba Orbelín; supe –de súbito- a qué quería dedicarme toda la vida. Al fin, lo supe.
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