equilibró mi
vida.
Me miran cuando salgo a la calle; lo sé porque el rumor de sus ojos es un constante parloteo que, igual que un diapasón, acelera mis pasos. Me observan, sí, porque soy marica y mi andar les escuece la moral dominical entre semana. No es culpa mía que pueda ser trendy, gloosy, chic y capaz de atreverme a ser yo mismo. Único. Sin culpas.
Sus pupilas se hincan en mi cuerpo porque rengueo de una pierna, porque también soy jorobado y el espectáculo que les produce mi caminar les resulta un par de indulgencias y un circo gratuito y sin IVA. Estúpidos, estúpidos, estúpidos es lo que quisiera gritarles si no fuera mudo y mi silencio pudiera herirlos, destruirlos por completo, devolverles su misericordia hecha en China, “pirata”.
Marica, jorobado y mudo. La trinidad divina quiso revestirme de sus atributos para que todos me miren y crean en un solo Dios tripartita: bueno, santo y misericordioso que habita entre nosotros. Amén.
Así sea dijiste cuando abrí la puerta para que te marcharas, pensando que no lo harías y no por falta de valor si no por exceso de misericordia, y que entonces te quedarías conmigo para impedir que los jirones de mi vida los arrastrara el viento nocturnal de aquella madrugada de primavera. Me dan miedo los perros, exclamaste, antes de cruzar la puerta, porque se escuchaban sus ladridos cercándonos. Era la oportunidad para detenerte, para no dejarte ir pero no quise o me faltó determinación para impedírtelo. Total, era tu voluntad largarte. Ladraste un insulto al dar el paso final -¿dijiste amén?- y fuiste a reunirte con la jauría: perra, zorra, sierpe, lo que seas, que no importa si también yo desconozco lo que soy. Cerré la puerta y me quedé toda la noche adentro, no recuerdo si lloré –debí hacerlo, lloro hasta por casualidad- o si me eché a dormir para despertar temprano -a ver si Dios me ayudaba- y corroborar que aquello no era más que una pesadilla.
Frente al silencio cayó el telón y detrás de éste, el aplauso colectivo que festejaba, una vez más, nuestra mejor actuación. El público se puso de pie y el teatro se llenó de vivas. Tú, el actor de renombre que cosecha los frutos de toda una vida dedicada al arte; yo, el humilde aprendiz que ha recibido la oportunidad de su vida en un monólogo de largo aliento. El verdadero marica, contrahecho y mudo, que sólo debe sonreír para no robarte cámara ni parecer que se ha creído todo en su primera representación profesional. Tal vez por eso huí del escenario tan pronto el telón cayó definitivamente y me hice a la calle para plantarle cara a la noche, y sacar a pasear a la perra que llevo dentro, según dijiste tú en la fiesta de Navidad.
No creo en Santa Claus como tampoco confío en los partidos políticos de este país, cuya liturgia de la mentira copa mi capacidad de ilusionarme. Por eso cuando en la cena de Navidad dijiste: tenemos que hablar -¡y estábamos hablando!- supe que la helada que caía afuera dejaba mi interior como un frezzer aséptico, vacío, cuajado de desengaños y ansioso de que pasara pronto la inminente glaciación.
Ekaitz es un hombre maravilloso pero le falta algo para ser perfecto. Pronunciaste mi nombre delante de todos en la mesa y puntuaste las sílabas con la misma intensidad con la que dijiste algo. Había pasado de ornato a sustantivo o a adjetivo sustantivado en la oración simple –insípida, debía decir- de tu discurso hegemónico del que solías dejarme fuera. Se puso incluyente, pensé, generoso. Así que soy algo maravilloso y con nombre propio, medité mientras el vino calentaba mi gélido interior y repasaba en la mirada de los otros la lista de pendientes que debía concluir al día siguiente o en los próximos años.
Como tampoco nunca me han gustado los finales, me levanté de la mesa para ir por algo a la cocina, me deslicé hasta la puerta de salida, me hice con mi abrigo y salí algo distinto a la calle, que resultó estar menos fría que la atmósfera de tu casa. Me sentía mejor acompañado por mí mismo que en medio del círculo –polar- de tus amigos, que simulaban mal ser también míos. La decisión de sacarme a pasear me había hecho sentir libre y feliz. Porque a pesar de lo mal que estaba dentro de tu territorio no quise que lo notaras ni evidencié mi llanto, porque a mí no se me da llorar ni el melodrama, si antes he dicho lo contrario, mentí. Avancé hasta llegar a casa y como sabía que Santa Claus no llegaría, porque no existe, eché el cerrojo a la puerta y me dispuse a dormir.
Te he estado buscando eructaste al mediodía desde el otro lado del teléfono. ¿Buscándome? Me pregunté pero no te lo dije. Suponía que ya habías inventado un sistema localizador que te permitiera ubicarme desde la comodidad de tu cama o tu despacho o desde la cocina, que es el sitio donde los trogloditas –como tú- extrañan a quien les sirve la mesa. ¿Por qué te fuiste? ¿Pasó algo que te molestara? Ahora viene el primer acto, pensé y me dispuse a soportar tu drama. El altavoces relataba los miembros de un discurso desangrado sobre el amor, la comunicación y la confianza. Yo me aprestaba a salir porque había quedado con alguien para tomar unos tragos. Luces y sombras. Contrastes. Tendencias. Fruslerías imprescindibles. Glamour todoterreno y chau. La contestadora registró tus últimos lamentos y la continuidad –o inutilidad- de tus promesas porque yo me hice a la calle para seguir viviendo. Deliberadamente olvidé el móvil en casa y abordé el taxi que me llevó al bar de moda que extrañamente aún no conocía.
Al fin estaba aquí, apostado en la barra bebiendo cerveza extranjera y mirando a un tipo rubio que de vez en vez me lanzaba miradas que me inquietaban. Tú serás mi regalo de Navidad me dije entre mí y me fui aproximando hasta que mis manos pudieron rozar sus piernas y descubrí que el verde de sus ojos no era de bisutería. No dijo su nombre ni se lo pregunté, uno no va a otro país para entrevistar desconocidos ni se apea en un antro para hacer amiguitos. Me cercioré que tuviera más de dieciocho antes de besarlo e intoxicarlo con mi deseo. El rumano temblaba entre mis brazos –es mi primera vez; reí, hasta crees que te creo-, se agitaba en la red que había caído intentando en vano conseguir huir. Lo besé a distintos ritmos, lo acaricié por encima de la ropa disfrutando su emoción o su temor y cuando fue necesario me aparté. Descubrí que mi cita se había cancelado. Coloqué en sus manos enrojecidas un papel, pagué mi cerveza y me marché.
La tarde se hacía noche prematuramente y aún quedaban aventuras por correr. Pero ¡sorpresa! Apostado en la entrada de mi casa estaba tú. ¿Por qué huyes de mí? Preguntaste detrás de tus gafas con oscura preocupación. ¿Te ocurre algo? Otra vez algo, como si lo pronunciaras con acento extranjero, como si vinieras de otro planeta. Me abrazaste y me dejé atrapar por ti. Pensé que tal vez también tendría que llorar un poco pero opté por invitarte a pasar. Recordé al tipo de la barra y te miré observándome con curiosidad. No he enloquecido, te dije sin que me escucharas. Entonces lloré. Viniste a mí y te pegaste a mi espalda, besaste mi nuca y estallé, pero sólo por dentro. El timbre sonó y corrí a la puerta. El rubio del antro llegaba como superman, a tiempo para salvarme.
¿Aullaste antes de salir? ¿Me llamaste perra? ¿Recomendaciones para ser infiel? Atravesaste la puerta sigiloso y puntual como un misil y fuiste a explotar a otra parte. Yo lo hice sobre la desnudez de mi visitante. Deslicé mi lengua por la geometría de un cuerpo dorado que enrojecía ante el embate de mis caricias. Sus gemidos copaban el silencio de otras horas y sus labios estallaban en mi boca con un tibio carmesí que me envenenaba. Las restricciones iniciales fueron cediendo; y libre de aranceles me aventuré en un viaje submarino. Nautilos descubriendo nuevas corrientes oceánicas, profundidades intactas, bautizando zonas abisales para la posteridad.
**
Sucede que el tiempo pasa, se desliza como un tren por raíles magnéticos. Y a medida que transcurre, las cosas se van acomodando más por una inercia natural que por cualquier otra cosa. A veces pienso que para Oihan sólo existo cuando estoy cerca o cuando en la televisión ya no queda nada que ver y entonces descubre esperanzado –resignado, quizás- que estoy ahí. Un objeto al que la domótica de su casa no puede mandar quedarse o echarlo fuera. Tal vez por eso a veces le resulto algo especial, único y viene a mí lleno de gozo como si fuera un obsequio recién descubierto. Y eso que hace mucho que hemos dejado de actuar. Me mira, me toca, me cubre de besos y hasta se preocupa si estoy bien, pero antes de que le responda ya está distraído en otra cosa que nunca le cuestionará su incapacidad para sostener un diálogo. Debe ser que le resulta insoportable convencerse de que carezco de humildad para negociar una segunda oportunidad.
Cuando era niño me faltó una virtud para alcanzar la santidad infantil: humildad. Y por muchos esfuerzos que hacían en casa para domesticar mi orgullo –será carnada de Satán, profetizaba monseñor Philiphs, el confesor de mi madre-, con su insistencia sólo conseguían que blindara más la fortaleza de mi ego. Los vecinos de la cuadra no toleraban mis aires de autosuficiencia ni la arrogancia con la que les plantaba cara cuando me salían al paso con filípicas aleccionadoras. Lástima, murmuraban las catequistas que me conocían y me rotaban a otra intentando ablandar mi corazón petrificado. Ni siquiera en el confesionario experimentaba verdadera contrición de mi actitud farisea, con todo y que quería ir al cielo –soñaba con ser astronauta- y vivir en Groenlandia para estar lejos del calor de más de 45 C que me agobiaba todo el año en esa ciudad portuaria donde habitábamos. Comulgaba con media alma limpia mientras que con el resto tenía ganado ya, por derecho propio, la mitad del infierno. Nada servía: ni los castigos eternos ni las profecías de Fátima –que sabía al dedillo- ni la Parusía del Señor lograban mortificarme lo suficiente para abandonar mi aire pavorrealesco. Y mi madre, que en realidad le preocupaba su propia salvación, más que la mía, me escupía diario que con esa actitud no cabría jamás en ninguna parte ni llegaría a ningún lugar. No cambié nunca. Y muchos años después, con esa actitud que-no-me-lle-va-rí-a-le-jos pisé Madrid. Demostrándole al mundo familiar que mi falta de humildad me catapultó a otras geografías. Porque estoy convencido de que ha sido la mansedumbre y la caridad las que han hundido al hombre en una desolación continua.
Vine a Madrid para encontrarme conmigo y lo logré. Desde una terraza me miré pasar por la Gran Vía en dirección a la Puerta del Sol. Me seguí con sigilo, de cerca, y atravesé varias veces la Plaza Mayor. Durante un par de días, observé con afán detectivesco mis andanzas por la ciudad. De Chueca a Atocha, de la Puerta de Alcalá a Recoletos, de la Fuente de Cibeles a la de Neptuno, del Prado al Reina Sofía; me espié cuando ingresé a cines, calles famosas, estaciones de metro, cafés y tabernas, tiendas de libros y cuando aparcaba en los servicios. Conocí todos los baños –los aseos, en imperfecto madrileño- de los sitios donde comimos y comprobé que cuando uno va de un punto a otro lo único constante son las áreas de limpieza corporal. Pulcros en el Primer Mundo, sucios en el Tercero; automatizados e higienizados, los unos, y sin desinfectar y sin agua, los otros. Pero todos conservan un toque impersonal que los convierte en espacios humanos, habitables; como si se quisiera que en ninguna parte uno experimente la soledad. De cualquier modo yo no iba solo; estaba conmigo mismo.
Ahora que nos separa un océano me resulta transparente la realidad: se ha difuminado el sujeto que eras para mudar en una sombra o en la nítida ausencia en la que se refractan mis recuerdos si pretendo pensar en ti. Es jueves y llueve en Madrid. Las rachas de viento azotan los cristales del hostal, la voz intermitente de Yemeiamo me distrae de mis cavilaciones y de la programación basura de la televisión. Los telediarios advierten puntuales de la nieve que cubre la sierra, los atascos de la ciudad y de las procesiones del día. En el Cantábrico hay borrascas y me siento feliz.
Comparto la condición de extranjería con Yemeiamo, quien venido del sur, en realidad surfea entre palabras de un idioma y otro, más que en la vida diaria por su estatus de “sin papeles”. Yo soy turista y mi estancia será más breve y placentera que la suya, que será tan larga mientras no lo deporten. Testa piccola nofthing comprende la realidad. Io vine a España y laburo tutti los días. Bye, bye. Solía decirme y levantaba el pulgar de su mano derecha, cada mañana cuando yo abandonaba el hostal donde él vivía prisionero de un patrón con espíritu franquista. Chau. Le habría contestado a sus efímeras conversaciones si hubiera tenido la certeza de que me entendía.
Siempre me ha gustado caminar bajo la lluvia y lo hacía andando por las misma calles cuyos nombres siempre confundía pese a recorrerlas tantas veces. Reinventamos la ciudad – Otro Nombre y yo- a fuerza de recorrer los lugares comunes; a fuerza, que de eso se trata, de dejarse tirar por un impulso mayor que vence nuestra inercia y satisface nuestro deseo. Y apareciste de nuevo: ése es el punto, el deseo, que es el principio de toda desolación. Tu erudición –precisión, oportunismo, ocurrencia- me inquietaba y habría querido apartarte de mí como se rechaza el penúltimo trago. Pero insististe: nada hay fuera del deseo si no un reclamo de permanecer o de volver dentro de él. El verdadero camino no es el de ida sino el de regreso. Joder, dije y desperté de mi ensueño.
Uno no puede ir por la vida desolándose pienso, no es posible transitar por el mundo con el corazón hecho de fibra de vidrio. Claro que no, pensé y di un largo sorbo al cava que caía frío en mis entrañas. Las últimas palomas de la tarde volaban en la Plaza de Chueca y una mantra resonaba en el espacio cerrado: “Hay quien apuesta fuerte y decide quererte y sabiendo lo fácil que resulta perderte”. Perder. Otro relativismo.
La primera vez que escuché la palabra “choto” fue viniendo hacia mí como una pelota de béisbol que golpea al catcher descuidado. Ni siquiera sabía qué significaba aquella expresión pero me sentí herido y sucio, poseedor de algo que desconocía y que no quería tener. De esa imposición – mi ingreso a la injusticia- surgió la noción de mi yo como alguien diferente, no discapacitado, no superdotado, pero sí distinto.
Raro fue la segunda palabra con la que fui etiquetado en el mercado machista de hombres futbolistas y conservadores de la tradición viril pour excellence. Otra vez la exclusión y la caída libre cuesta abajo del sistema. El espartano que merece la muerte por defectuoso. Pero no me fui. Tomé el pase al exilio y lo partí en dos delante de mis verdugos. Intuía que mi diferencia no me sacaría del camino si no que me haría avanzar entre la masa siendo un punto definido y necesario para situarse en busca de referente. De haber sido humilde me habría largado con la cabeza gacha al extrarradio social, como si de un leproso se tratara; me hubiera arrodillado implorando perdón, solicitando misericordia y habría muerto agradeciendo a todos su beneficencia. Pero me faltó humildad para ser santo, mártir o deidad marica. No tomé el toro por lo cuernos, me subí en él y lo domestiqué. Por eso me puse una estrellita en la frente, para felicitarme, para no olvidar nunca el grito y los golpes del bárbaro aquél que una tarde de verano me reveló que yo era diferente.
No voy a llorar, no. Comenzaba a poblarse de estrellas el cielo de Madrid cuando él –Otro Nombre- se sentó a mi lado en una banca en la Plaza de Oriente. Un viento fresco dispersaba los olores de la ciudad y mirábamos la blancura de un edificio antiguo; es el Palacio Real, me dijo, pero para mí que éste era otra edificación. Entonces la fetidez que llegaba hasta mi nariz se tornó más intensa revelándome que el olor de la mierda no sólo es real sino mayestático.
¿Que vuelva? ¿Eso has pedido? Tú solicitas como si yo fuera una Administración de Deseos o Sueños Incumplidos. Que no soy mago ni caritativo ni misericordioso. A mí el cristianismo me quitó lo cristiano. ¡Aleluya! Me liberó de su lastre, me facilitó el vuelo. No soy astronauta pero sí anduve por encima de las nubes y miré el mar desde diez mil metros de altura. Regresa, imploras, y tus ojos me escudriñan buscando en toda mi maldad un punto de inflexión donde mi alma compadecida pronunciará: ven a mí. Buscas en vano. Sabes que no soy malo y que por lo tanto, no soy susceptible a la culpa ni al chantaje ni a esa telaraña de argumentos en que suelen vagar, mendicantes, los que no se conocen. Ahora me saltas a la cara reprochándome que soy un arrogante. ¿Quién eres tú, la Reina Madre?. Ladra, chilla, muge, despréciame bajo cualquier pretexto. Soy así, algo incomprensible, pero mío. Fin del tercer acto.
Llueve en Madrid y se me antoja salir a caminar bajo la lluvia. Guárdame de tutto mal Nossa Senhora do Parto. Salgo sin reparar en nada hasta alcanzar la calle de las fantasías, la de la Montera, me gusta recorrerla de principio a fin repleta de prostitutas de nacionalidades varias que me gritan entusiastas: papito. Me gusta verlas porque a todas horas adornan la calle próxima a la Gran Vía y perfuman el aire con su olor a violeta.
Uno no sigue sus impulsos, es arrastrado por ellos como si fueran el hilo que tira de nuestra papalote existencia. Inevitable. Recuerdo ahora una lejana noche en la que el bochorno convertía en sopa mis pensamientos y en busca de alivio avancé hasta alcanzar el río, acción que repetía siempre que necesitaba un refugio. No soplaba el viento y la corriente discurría con tal lentitud que me desesperaba. Todavía no desarrollaba mi rinofilia pero advertía en el olor salitroso un placer que fue haciéndose gigante, llenándolo todo, hasta hacerme alcanzar la quietud de aquellas aguas. Caminé por la orilla tirado por ese hilo magnético fiel como un can de hierro y descubrí, en un escampado, la figura de un hombre cuyo contorno trastocaban las sombras. Un aleteo nocturno me distrajo y casi caigo sobre las piedras y eso advirtió al tipo de mi presencia. La ley de Coulomb explica lo que siguió a continuación. Me detuve frente a él y percibí el tufo a cerveza y sudor de su cuerpo desaseado. No llevaba camisa y miré en sus pectorales, que debieron ser potentes en otros años, un par de tatuajes de ambiente marinero. Tal vez por eso mis manos saltaron como un gato hasta su piel para quedarse suspendidas a una distancia mínima en la que ya podría tocarle. Cuando era pequeño me extasiaba el mar y sus elementos. Quería ser capitán de un gran barco y hacerme a las aguas profundas del océano, como mi padre, en busca de monstruos fantásticos y seres de leyenda. Ahondar en otras latitudes en busca de aventuras ajenas al tedio constante de mi pueblo natal. Hallar mi lugar en el espacio perdiéndome en coordenadas específicas del mismo. Navegar por el río en determinadas festividades de la localidad me significaba un placer mayúsculo que no conseguía narrar. Ahora delante de aquellos tatuajes pegados a un hombre, se actualizaba la fantasía e iniciaba el deseo. Al fin me atreví a tocarlo y recorrí lentamente el contorno de esos dibujos que parecían cobrar existencia bajo el calor de mis caricias. Alcoholizado aquél, ebrio de vacilaciones yo, me dejé atrapar por aquellas manazas sucias y ásperas que pronto buscaron asilo en mis nalgas. Era ya un adolescente y aún no había experimentado la fiebre de los cuerpos iguales. El contacto me estremecía pero también soltaba los temores que yacían bajo mi piel. Quería huir o tal vez intuía que eso era lo que debía hacer pero ya respiraba su aliento y se mezclaban nuestros sudores. No iba en busca de un romance si no de algo más elemental e inmediato. Me aparté de él y le miré a los ojos. Eran de una claridad rojiza y penetrantes. De repente, el hombre se sacó la verga de entre aquél short percudido y la puso en mis manos. Si me lo mamas cruzaré a nado el río, de orilla a orilla, sólo por ti. Mis dedos acariciaban aquel lingote mientras fingía sopesar la propuesta a todas luces absurda, necia, vana de ese hombre de piel bronceada y correosa. Con tal embriaguez, nomás haberse adentrado al río habría naufragado y la corriente lo arrastraría hasta la barra. Lo imaginé flotando en las escolleras, desnudo e hinchado, carcomido por el sol y los peces y me invadió un escalofrío que me hizo soltar el miembro babeante y con vida propia. No acepto, conseguí decir y eché a correr de regreso a la acera, lejos de esa oscuridad acuática en que me ahogaría si no ponía tierra de por medio. Huía escapando del imán que me convertiría en presa de mi propio deseo. Corrí hasta llegar a casa donde sigiloso y apresurado lavé las manos con jabón y cloro para desmancharlas de una naciente culpa que no quería. Era la primera vez que tocaba a un hombre y me sentía, en el fondo, satisfecho de haber cruzado una zona de peligro. Ahora tenía claro hacia dónde tiraba mi deseo. Ya acostado en mi cama, mientras los demás dormían, comencé a construir el búnker que me guardaría de los ataques masivos de los otros y negocié también, un armisticio conmigo mismo, que me hacia pasar a aliado luego de tantos años de ser mi acérrimo enemigo.
Llegaste a mí a tientas, como un ciego que pregunta una dirección o el punto exacto en donde se encuentra –extraviado-. Aparcaste frente a mí y con tu hilaridad fulminaste los fonemas, mientras yo te miraba con esa curiosidad bien-in-ten-cio-na-da, propia de los de mi signo (zodiacal). Tú respirabas con dificultad; habías tenido que correr para llegar a tiempo a la cita y pese a ello arribabas veinte minutos más tarde. Sin embargo, tu impuntualidad no mermó la emoción de tenerte cerca. Ignoraba entonces que lo que iniciaba el raciocinio lo completaría el caos, una entropía inoportuna que daría al traste con las expectativas nacientes, si es que las había, y si era así, las ignoraba. Cuando se observa con los ojos nublados todo el horizonte es una línea gris e infinita. Te excusaste por tu demora y volviste a sonreír. Detrás de tu sonrisa vino un café y la rebanada de un pastel de chocolate, un diálogo improvisado a propósito de teorías y filósofos, de tendencias milenarias y apocalípticas y finalmente el deseo. Para entonces yo ya no era yo sino otro, un yo más primitivo cuyo instinto rebosaba el molde de hombre sensato, según constaba por la impertinencia de mi entrepierna. Tu encanto me intoxicaba y preveía lejos la salida de emergencia, si acaso existía ésta. Domeñar al cavernícola fue una tarea difícil y empecinada. ¿Quién me había traído hasta aquí, al filo de una colisión de chocolate? Hacia tantos años que nadie me deseaba de la forma como tú lo proyectabas. En la noche y en la madrugada, dos veces me masturbé pensando en cómo sería estar en la oscuridad de tus garras. Me llamaste demonio, alacrán, ángel oscuro. Me bordeaste con un cerco de palabras que fue haciéndose un muro más alto y cuyo radio se estrechaba día con día. La promesa de tu cuerpo –las exigencias del mío- me hacían zozobrar en las aguas de una racionalidad movediza. Quería responder sí a la invitación de probarte y darte la certeza –y la indulgencia a mí- de que tal encuentro ocurriría sólo una vez. Necesitaba realizar algo para desengañarte (no desearte), decepcionarte (apartarte de mí), devolverte al paisaje cotidiano del que habías salido y no parecer que huía o que sentía miedo o ambas cosas. Acorralado visité tu cuerpo una noche, aquélla en la que soñaste que un macho de talla 34, te embestía con toda la fuerza de su masa acelerada. Despertaste. Recordamos. Y cuando al fin coincidimos, empezamos a ser, otra vez, buenos amigos. Pero tú empezaste a ser para mí la aparición constante que huye de mí.
Es políticamente incorrecto ir por la vida devastándose. Existe un sentido de –mínima- responsabilidad sobre uno mismo. Sufrir si se quiere, pero con moderación. Llevar la devastación en la privacidad. Y hay razón en ello, mira que el dolor no es marca de lujo ni cotiza en bolsa.¿Lo entiendes? A qué viene entonces los reclamos tardíos de una vida pasada que no será ya en futuro perfecto. Seguro es el miedo a quedarte solo, a abrir los ojos y toparte con la estepa solitaria que sucede a una noche de juerga y de orgía y de promesas que escurren de los vasos tirados en el suelo o desperdigados en torno al grifo. Se que he sido algo especial pero también etéreo, deslizante como un tabla de surfeo por las mejores olas, en este caso, en las horas en las que en tu agenda quedaba un vacío social. Chau. Pero tú te has creído que crucé el Atlántico para enamorarme de fantasmas y acariciar viejas teorías sobre el amor en los tiempos del cambio climático. Fui un iceberg que se desprendió de ti en la noche de Navidad. Si te hacia falta algo era porque ya no estaba en ti pero tú conmigo tampoco. Éramos dos osos polares hartos de consumir la misma comida en los mismos lugares y a la misma hora. La organización de las pulsiones mató el deseo, lo criogenizó a altas temperaturas que no quiero alcanzar jamás. Mi glaciación ha dado paso a un trópico en donde hay nuevas especies que quiere conocer. No pretendo dar marcha atrás ni salir de las calles de Chueca para entrar a la amargura del establishment que tanto me purga. Puedes volver por donde has llegado. Gira ciento ochenta grados y en el mismo sentido avanzas con velocidad constante. ¿No decías que el secreto de todo está en regresar? Vuelve tú sobre tus pisadas y comienza a desgajar mi nombre, empequeñecido es menos doloroso, inocuo.
****
Madonna dice que su madre la enseñó a rezar, a mí, la mía, me enseñó a sufrir a priori y desinteresadamente. Si pudiera decírselo en la cara, le agradecería haber sembrado en mí, los mecanismos de la protesta. Si alguna vez caminé corcovado no fue por culpa de la acción de la gravedad si no del peso de los anatemas que ella pronunciaba contra mí igual que otros reparten los buenos días o las buenas tardes. Pero no me consideren un mártir, si ahora traigo a cuenta estas revelaciones es para reconocerle a ella –tan católica y tan frívola, tan sumisa y tan terca- el valor de mantener a un hijo que muy pronto la decepcionó. Porque el primogénito lejos de salvarla de las plagas le trajo todas: vergüenza, pesares y frustración, por citar algunas. Arrogante desde pequeño, frívolo y ajeno a los sufrimientos cristianos, nunca me detuve a pensar en el infierno al que la conducía con cada uno de mis actos. Te arrepentirás alguna vez de lo que me has hecho, gritaba, y yo tenía que esquivar aquellas promesas so pena de cargar con ellas a perpetuidad. Encamorras, le decía, como advirtiéndola de que esa amenaza ya la había empleado con anterioridad y con nulos resultados. Pero el peso de sus bendiciones no impidió que viajara a Madrid –y vaya que se empeñó en ello- porque si el mal tiene intrincados mecanismos para llevarse a cabo, el bien los supera todos. Y sucede que me fui. Atravesé el océano y satisfice el sueño del niño que mojando sus pies en el mar, pintaba sobre el oscurecido horizonte, un nuevo mundo lejos de los anatemas maternales y de las imposiciones culturales con las que lidiaba cada día. Creí que otra geografía era posible y que debía existir, en algún punto del planeta, un lugar donde pudiera sentirse libre y sin amenazas. Distante del peligro continuo, ajeno a los reproches por hablar de este modo, por haber estudiado tal cosa, por no haber realizado esto, por carecer de aquello, por no ocultar sus defectos y portar con orgullo su diferencia. Tenía que existir un sitio así, ¿no era acaso el mundo un lugar muy grande? Lo sabía porque conocía de memoria países y sus capitales, idiomas, monedas y cultos oficiales, tipos de gobierno, las ciudades importantes. La vida no podía engañarlo así; exigía que fuera cierta la posibilidad de otra existencia allende a las aguas contaminadas de su litoral doméstico. Si por las noches era astronauta, en las tardes era navegante y se hacia a la mar más profunda para alcanzar esos puertos, donde sin necesidad de más que un pasaporte, él podría conducirse libremente, feliz. Por eso cuando pisó el suelo de la T-4 del aeropuerto de Barajas, sus ojos se hicieron agua y sus pies flotaron porque finalmente llegaba al punto que había iluminado de colores en un mapamundi de la infancia. Sí, por fin había realizado el viaje de regreso a su niñez añorada.
El día de hoy nació frío y húmedo, y estas condiciones atmosféricas me han hecho recordar los amaneceres en Madrid, el golpeteo del viento y la lluvia en la ventana del Palacio de Yemeiamo, el zumbido de la z de los conductores de telemadrid. El olor de las calles, la velocidad de los buses de dos pisos, el pío pío de los semáforos y hasta el cromatismo de la atmósfera en la que volaban puntuales los aviones de la OTAN. Han pasado dos meses desde que puse un pie en la T-4 del aeropuerto de Barajas y desde entonces no he dejado de volar y de volver porque la nostalgia es una dolencia que no se cura. Y soy feliz.
No me he traicionado y conseguí unificar mis dos mundos en una zona única que le da equilibrio y quietud a mi vida. Los escrito acá es una rareza, pero qué puede surgir de una mente que se define queer. La redención del individuo empieza por uno mismo, y la primera ley es quitarse las etiquetas – y yo se las he pegado a otros por el puro placer de hacerlo-. La segunda es...no hay siguiente si no se ha llevado a cabo la primera.
Madrid, España – Xalapa, Ver., primavera 2007
Me miran cuando salgo a la calle; lo sé porque el rumor de sus ojos es un constante parloteo que, igual que un diapasón, acelera mis pasos. Me observan, sí, porque soy marica y mi andar les escuece la moral dominical entre semana. No es culpa mía que pueda ser trendy, gloosy, chic y capaz de atreverme a ser yo mismo. Único. Sin culpas.
Sus pupilas se hincan en mi cuerpo porque rengueo de una pierna, porque también soy jorobado y el espectáculo que les produce mi caminar les resulta un par de indulgencias y un circo gratuito y sin IVA. Estúpidos, estúpidos, estúpidos es lo que quisiera gritarles si no fuera mudo y mi silencio pudiera herirlos, destruirlos por completo, devolverles su misericordia hecha en China, “pirata”.
Marica, jorobado y mudo. La trinidad divina quiso revestirme de sus atributos para que todos me miren y crean en un solo Dios tripartita: bueno, santo y misericordioso que habita entre nosotros. Amén.
Así sea dijiste cuando abrí la puerta para que te marcharas, pensando que no lo harías y no por falta de valor si no por exceso de misericordia, y que entonces te quedarías conmigo para impedir que los jirones de mi vida los arrastrara el viento nocturnal de aquella madrugada de primavera. Me dan miedo los perros, exclamaste, antes de cruzar la puerta, porque se escuchaban sus ladridos cercándonos. Era la oportunidad para detenerte, para no dejarte ir pero no quise o me faltó determinación para impedírtelo. Total, era tu voluntad largarte. Ladraste un insulto al dar el paso final -¿dijiste amén?- y fuiste a reunirte con la jauría: perra, zorra, sierpe, lo que seas, que no importa si también yo desconozco lo que soy. Cerré la puerta y me quedé toda la noche adentro, no recuerdo si lloré –debí hacerlo, lloro hasta por casualidad- o si me eché a dormir para despertar temprano -a ver si Dios me ayudaba- y corroborar que aquello no era más que una pesadilla.
Frente al silencio cayó el telón y detrás de éste, el aplauso colectivo que festejaba, una vez más, nuestra mejor actuación. El público se puso de pie y el teatro se llenó de vivas. Tú, el actor de renombre que cosecha los frutos de toda una vida dedicada al arte; yo, el humilde aprendiz que ha recibido la oportunidad de su vida en un monólogo de largo aliento. El verdadero marica, contrahecho y mudo, que sólo debe sonreír para no robarte cámara ni parecer que se ha creído todo en su primera representación profesional. Tal vez por eso huí del escenario tan pronto el telón cayó definitivamente y me hice a la calle para plantarle cara a la noche, y sacar a pasear a la perra que llevo dentro, según dijiste tú en la fiesta de Navidad.
No creo en Santa Claus como tampoco confío en los partidos políticos de este país, cuya liturgia de la mentira copa mi capacidad de ilusionarme. Por eso cuando en la cena de Navidad dijiste: tenemos que hablar -¡y estábamos hablando!- supe que la helada que caía afuera dejaba mi interior como un frezzer aséptico, vacío, cuajado de desengaños y ansioso de que pasara pronto la inminente glaciación.
Ekaitz es un hombre maravilloso pero le falta algo para ser perfecto. Pronunciaste mi nombre delante de todos en la mesa y puntuaste las sílabas con la misma intensidad con la que dijiste algo. Había pasado de ornato a sustantivo o a adjetivo sustantivado en la oración simple –insípida, debía decir- de tu discurso hegemónico del que solías dejarme fuera. Se puso incluyente, pensé, generoso. Así que soy algo maravilloso y con nombre propio, medité mientras el vino calentaba mi gélido interior y repasaba en la mirada de los otros la lista de pendientes que debía concluir al día siguiente o en los próximos años.
Como tampoco nunca me han gustado los finales, me levanté de la mesa para ir por algo a la cocina, me deslicé hasta la puerta de salida, me hice con mi abrigo y salí algo distinto a la calle, que resultó estar menos fría que la atmósfera de tu casa. Me sentía mejor acompañado por mí mismo que en medio del círculo –polar- de tus amigos, que simulaban mal ser también míos. La decisión de sacarme a pasear me había hecho sentir libre y feliz. Porque a pesar de lo mal que estaba dentro de tu territorio no quise que lo notaras ni evidencié mi llanto, porque a mí no se me da llorar ni el melodrama, si antes he dicho lo contrario, mentí. Avancé hasta llegar a casa y como sabía que Santa Claus no llegaría, porque no existe, eché el cerrojo a la puerta y me dispuse a dormir.
Te he estado buscando eructaste al mediodía desde el otro lado del teléfono. ¿Buscándome? Me pregunté pero no te lo dije. Suponía que ya habías inventado un sistema localizador que te permitiera ubicarme desde la comodidad de tu cama o tu despacho o desde la cocina, que es el sitio donde los trogloditas –como tú- extrañan a quien les sirve la mesa. ¿Por qué te fuiste? ¿Pasó algo que te molestara? Ahora viene el primer acto, pensé y me dispuse a soportar tu drama. El altavoces relataba los miembros de un discurso desangrado sobre el amor, la comunicación y la confianza. Yo me aprestaba a salir porque había quedado con alguien para tomar unos tragos. Luces y sombras. Contrastes. Tendencias. Fruslerías imprescindibles. Glamour todoterreno y chau. La contestadora registró tus últimos lamentos y la continuidad –o inutilidad- de tus promesas porque yo me hice a la calle para seguir viviendo. Deliberadamente olvidé el móvil en casa y abordé el taxi que me llevó al bar de moda que extrañamente aún no conocía.
Al fin estaba aquí, apostado en la barra bebiendo cerveza extranjera y mirando a un tipo rubio que de vez en vez me lanzaba miradas que me inquietaban. Tú serás mi regalo de Navidad me dije entre mí y me fui aproximando hasta que mis manos pudieron rozar sus piernas y descubrí que el verde de sus ojos no era de bisutería. No dijo su nombre ni se lo pregunté, uno no va a otro país para entrevistar desconocidos ni se apea en un antro para hacer amiguitos. Me cercioré que tuviera más de dieciocho antes de besarlo e intoxicarlo con mi deseo. El rumano temblaba entre mis brazos –es mi primera vez; reí, hasta crees que te creo-, se agitaba en la red que había caído intentando en vano conseguir huir. Lo besé a distintos ritmos, lo acaricié por encima de la ropa disfrutando su emoción o su temor y cuando fue necesario me aparté. Descubrí que mi cita se había cancelado. Coloqué en sus manos enrojecidas un papel, pagué mi cerveza y me marché.
La tarde se hacía noche prematuramente y aún quedaban aventuras por correr. Pero ¡sorpresa! Apostado en la entrada de mi casa estaba tú. ¿Por qué huyes de mí? Preguntaste detrás de tus gafas con oscura preocupación. ¿Te ocurre algo? Otra vez algo, como si lo pronunciaras con acento extranjero, como si vinieras de otro planeta. Me abrazaste y me dejé atrapar por ti. Pensé que tal vez también tendría que llorar un poco pero opté por invitarte a pasar. Recordé al tipo de la barra y te miré observándome con curiosidad. No he enloquecido, te dije sin que me escucharas. Entonces lloré. Viniste a mí y te pegaste a mi espalda, besaste mi nuca y estallé, pero sólo por dentro. El timbre sonó y corrí a la puerta. El rubio del antro llegaba como superman, a tiempo para salvarme.
¿Aullaste antes de salir? ¿Me llamaste perra? ¿Recomendaciones para ser infiel? Atravesaste la puerta sigiloso y puntual como un misil y fuiste a explotar a otra parte. Yo lo hice sobre la desnudez de mi visitante. Deslicé mi lengua por la geometría de un cuerpo dorado que enrojecía ante el embate de mis caricias. Sus gemidos copaban el silencio de otras horas y sus labios estallaban en mi boca con un tibio carmesí que me envenenaba. Las restricciones iniciales fueron cediendo; y libre de aranceles me aventuré en un viaje submarino. Nautilos descubriendo nuevas corrientes oceánicas, profundidades intactas, bautizando zonas abisales para la posteridad.
**
Sucede que el tiempo pasa, se desliza como un tren por raíles magnéticos. Y a medida que transcurre, las cosas se van acomodando más por una inercia natural que por cualquier otra cosa. A veces pienso que para Oihan sólo existo cuando estoy cerca o cuando en la televisión ya no queda nada que ver y entonces descubre esperanzado –resignado, quizás- que estoy ahí. Un objeto al que la domótica de su casa no puede mandar quedarse o echarlo fuera. Tal vez por eso a veces le resulto algo especial, único y viene a mí lleno de gozo como si fuera un obsequio recién descubierto. Y eso que hace mucho que hemos dejado de actuar. Me mira, me toca, me cubre de besos y hasta se preocupa si estoy bien, pero antes de que le responda ya está distraído en otra cosa que nunca le cuestionará su incapacidad para sostener un diálogo. Debe ser que le resulta insoportable convencerse de que carezco de humildad para negociar una segunda oportunidad.
Cuando era niño me faltó una virtud para alcanzar la santidad infantil: humildad. Y por muchos esfuerzos que hacían en casa para domesticar mi orgullo –será carnada de Satán, profetizaba monseñor Philiphs, el confesor de mi madre-, con su insistencia sólo conseguían que blindara más la fortaleza de mi ego. Los vecinos de la cuadra no toleraban mis aires de autosuficiencia ni la arrogancia con la que les plantaba cara cuando me salían al paso con filípicas aleccionadoras. Lástima, murmuraban las catequistas que me conocían y me rotaban a otra intentando ablandar mi corazón petrificado. Ni siquiera en el confesionario experimentaba verdadera contrición de mi actitud farisea, con todo y que quería ir al cielo –soñaba con ser astronauta- y vivir en Groenlandia para estar lejos del calor de más de 45 C que me agobiaba todo el año en esa ciudad portuaria donde habitábamos. Comulgaba con media alma limpia mientras que con el resto tenía ganado ya, por derecho propio, la mitad del infierno. Nada servía: ni los castigos eternos ni las profecías de Fátima –que sabía al dedillo- ni la Parusía del Señor lograban mortificarme lo suficiente para abandonar mi aire pavorrealesco. Y mi madre, que en realidad le preocupaba su propia salvación, más que la mía, me escupía diario que con esa actitud no cabría jamás en ninguna parte ni llegaría a ningún lugar. No cambié nunca. Y muchos años después, con esa actitud que-no-me-lle-va-rí-a-le-jos pisé Madrid. Demostrándole al mundo familiar que mi falta de humildad me catapultó a otras geografías. Porque estoy convencido de que ha sido la mansedumbre y la caridad las que han hundido al hombre en una desolación continua.
Vine a Madrid para encontrarme conmigo y lo logré. Desde una terraza me miré pasar por la Gran Vía en dirección a la Puerta del Sol. Me seguí con sigilo, de cerca, y atravesé varias veces la Plaza Mayor. Durante un par de días, observé con afán detectivesco mis andanzas por la ciudad. De Chueca a Atocha, de la Puerta de Alcalá a Recoletos, de la Fuente de Cibeles a la de Neptuno, del Prado al Reina Sofía; me espié cuando ingresé a cines, calles famosas, estaciones de metro, cafés y tabernas, tiendas de libros y cuando aparcaba en los servicios. Conocí todos los baños –los aseos, en imperfecto madrileño- de los sitios donde comimos y comprobé que cuando uno va de un punto a otro lo único constante son las áreas de limpieza corporal. Pulcros en el Primer Mundo, sucios en el Tercero; automatizados e higienizados, los unos, y sin desinfectar y sin agua, los otros. Pero todos conservan un toque impersonal que los convierte en espacios humanos, habitables; como si se quisiera que en ninguna parte uno experimente la soledad. De cualquier modo yo no iba solo; estaba conmigo mismo.
Ahora que nos separa un océano me resulta transparente la realidad: se ha difuminado el sujeto que eras para mudar en una sombra o en la nítida ausencia en la que se refractan mis recuerdos si pretendo pensar en ti. Es jueves y llueve en Madrid. Las rachas de viento azotan los cristales del hostal, la voz intermitente de Yemeiamo me distrae de mis cavilaciones y de la programación basura de la televisión. Los telediarios advierten puntuales de la nieve que cubre la sierra, los atascos de la ciudad y de las procesiones del día. En el Cantábrico hay borrascas y me siento feliz.
Comparto la condición de extranjería con Yemeiamo, quien venido del sur, en realidad surfea entre palabras de un idioma y otro, más que en la vida diaria por su estatus de “sin papeles”. Yo soy turista y mi estancia será más breve y placentera que la suya, que será tan larga mientras no lo deporten. Testa piccola nofthing comprende la realidad. Io vine a España y laburo tutti los días. Bye, bye. Solía decirme y levantaba el pulgar de su mano derecha, cada mañana cuando yo abandonaba el hostal donde él vivía prisionero de un patrón con espíritu franquista. Chau. Le habría contestado a sus efímeras conversaciones si hubiera tenido la certeza de que me entendía.
Siempre me ha gustado caminar bajo la lluvia y lo hacía andando por las misma calles cuyos nombres siempre confundía pese a recorrerlas tantas veces. Reinventamos la ciudad – Otro Nombre y yo- a fuerza de recorrer los lugares comunes; a fuerza, que de eso se trata, de dejarse tirar por un impulso mayor que vence nuestra inercia y satisface nuestro deseo. Y apareciste de nuevo: ése es el punto, el deseo, que es el principio de toda desolación. Tu erudición –precisión, oportunismo, ocurrencia- me inquietaba y habría querido apartarte de mí como se rechaza el penúltimo trago. Pero insististe: nada hay fuera del deseo si no un reclamo de permanecer o de volver dentro de él. El verdadero camino no es el de ida sino el de regreso. Joder, dije y desperté de mi ensueño.
Uno no puede ir por la vida desolándose pienso, no es posible transitar por el mundo con el corazón hecho de fibra de vidrio. Claro que no, pensé y di un largo sorbo al cava que caía frío en mis entrañas. Las últimas palomas de la tarde volaban en la Plaza de Chueca y una mantra resonaba en el espacio cerrado: “Hay quien apuesta fuerte y decide quererte y sabiendo lo fácil que resulta perderte”. Perder. Otro relativismo.
La primera vez que escuché la palabra “choto” fue viniendo hacia mí como una pelota de béisbol que golpea al catcher descuidado. Ni siquiera sabía qué significaba aquella expresión pero me sentí herido y sucio, poseedor de algo que desconocía y que no quería tener. De esa imposición – mi ingreso a la injusticia- surgió la noción de mi yo como alguien diferente, no discapacitado, no superdotado, pero sí distinto.
Raro fue la segunda palabra con la que fui etiquetado en el mercado machista de hombres futbolistas y conservadores de la tradición viril pour excellence. Otra vez la exclusión y la caída libre cuesta abajo del sistema. El espartano que merece la muerte por defectuoso. Pero no me fui. Tomé el pase al exilio y lo partí en dos delante de mis verdugos. Intuía que mi diferencia no me sacaría del camino si no que me haría avanzar entre la masa siendo un punto definido y necesario para situarse en busca de referente. De haber sido humilde me habría largado con la cabeza gacha al extrarradio social, como si de un leproso se tratara; me hubiera arrodillado implorando perdón, solicitando misericordia y habría muerto agradeciendo a todos su beneficencia. Pero me faltó humildad para ser santo, mártir o deidad marica. No tomé el toro por lo cuernos, me subí en él y lo domestiqué. Por eso me puse una estrellita en la frente, para felicitarme, para no olvidar nunca el grito y los golpes del bárbaro aquél que una tarde de verano me reveló que yo era diferente.
No voy a llorar, no. Comenzaba a poblarse de estrellas el cielo de Madrid cuando él –Otro Nombre- se sentó a mi lado en una banca en la Plaza de Oriente. Un viento fresco dispersaba los olores de la ciudad y mirábamos la blancura de un edificio antiguo; es el Palacio Real, me dijo, pero para mí que éste era otra edificación. Entonces la fetidez que llegaba hasta mi nariz se tornó más intensa revelándome que el olor de la mierda no sólo es real sino mayestático.
¿Que vuelva? ¿Eso has pedido? Tú solicitas como si yo fuera una Administración de Deseos o Sueños Incumplidos. Que no soy mago ni caritativo ni misericordioso. A mí el cristianismo me quitó lo cristiano. ¡Aleluya! Me liberó de su lastre, me facilitó el vuelo. No soy astronauta pero sí anduve por encima de las nubes y miré el mar desde diez mil metros de altura. Regresa, imploras, y tus ojos me escudriñan buscando en toda mi maldad un punto de inflexión donde mi alma compadecida pronunciará: ven a mí. Buscas en vano. Sabes que no soy malo y que por lo tanto, no soy susceptible a la culpa ni al chantaje ni a esa telaraña de argumentos en que suelen vagar, mendicantes, los que no se conocen. Ahora me saltas a la cara reprochándome que soy un arrogante. ¿Quién eres tú, la Reina Madre?. Ladra, chilla, muge, despréciame bajo cualquier pretexto. Soy así, algo incomprensible, pero mío. Fin del tercer acto.
Llueve en Madrid y se me antoja salir a caminar bajo la lluvia. Guárdame de tutto mal Nossa Senhora do Parto. Salgo sin reparar en nada hasta alcanzar la calle de las fantasías, la de la Montera, me gusta recorrerla de principio a fin repleta de prostitutas de nacionalidades varias que me gritan entusiastas: papito. Me gusta verlas porque a todas horas adornan la calle próxima a la Gran Vía y perfuman el aire con su olor a violeta.
Uno no sigue sus impulsos, es arrastrado por ellos como si fueran el hilo que tira de nuestra papalote existencia. Inevitable. Recuerdo ahora una lejana noche en la que el bochorno convertía en sopa mis pensamientos y en busca de alivio avancé hasta alcanzar el río, acción que repetía siempre que necesitaba un refugio. No soplaba el viento y la corriente discurría con tal lentitud que me desesperaba. Todavía no desarrollaba mi rinofilia pero advertía en el olor salitroso un placer que fue haciéndose gigante, llenándolo todo, hasta hacerme alcanzar la quietud de aquellas aguas. Caminé por la orilla tirado por ese hilo magnético fiel como un can de hierro y descubrí, en un escampado, la figura de un hombre cuyo contorno trastocaban las sombras. Un aleteo nocturno me distrajo y casi caigo sobre las piedras y eso advirtió al tipo de mi presencia. La ley de Coulomb explica lo que siguió a continuación. Me detuve frente a él y percibí el tufo a cerveza y sudor de su cuerpo desaseado. No llevaba camisa y miré en sus pectorales, que debieron ser potentes en otros años, un par de tatuajes de ambiente marinero. Tal vez por eso mis manos saltaron como un gato hasta su piel para quedarse suspendidas a una distancia mínima en la que ya podría tocarle. Cuando era pequeño me extasiaba el mar y sus elementos. Quería ser capitán de un gran barco y hacerme a las aguas profundas del océano, como mi padre, en busca de monstruos fantásticos y seres de leyenda. Ahondar en otras latitudes en busca de aventuras ajenas al tedio constante de mi pueblo natal. Hallar mi lugar en el espacio perdiéndome en coordenadas específicas del mismo. Navegar por el río en determinadas festividades de la localidad me significaba un placer mayúsculo que no conseguía narrar. Ahora delante de aquellos tatuajes pegados a un hombre, se actualizaba la fantasía e iniciaba el deseo. Al fin me atreví a tocarlo y recorrí lentamente el contorno de esos dibujos que parecían cobrar existencia bajo el calor de mis caricias. Alcoholizado aquél, ebrio de vacilaciones yo, me dejé atrapar por aquellas manazas sucias y ásperas que pronto buscaron asilo en mis nalgas. Era ya un adolescente y aún no había experimentado la fiebre de los cuerpos iguales. El contacto me estremecía pero también soltaba los temores que yacían bajo mi piel. Quería huir o tal vez intuía que eso era lo que debía hacer pero ya respiraba su aliento y se mezclaban nuestros sudores. No iba en busca de un romance si no de algo más elemental e inmediato. Me aparté de él y le miré a los ojos. Eran de una claridad rojiza y penetrantes. De repente, el hombre se sacó la verga de entre aquél short percudido y la puso en mis manos. Si me lo mamas cruzaré a nado el río, de orilla a orilla, sólo por ti. Mis dedos acariciaban aquel lingote mientras fingía sopesar la propuesta a todas luces absurda, necia, vana de ese hombre de piel bronceada y correosa. Con tal embriaguez, nomás haberse adentrado al río habría naufragado y la corriente lo arrastraría hasta la barra. Lo imaginé flotando en las escolleras, desnudo e hinchado, carcomido por el sol y los peces y me invadió un escalofrío que me hizo soltar el miembro babeante y con vida propia. No acepto, conseguí decir y eché a correr de regreso a la acera, lejos de esa oscuridad acuática en que me ahogaría si no ponía tierra de por medio. Huía escapando del imán que me convertiría en presa de mi propio deseo. Corrí hasta llegar a casa donde sigiloso y apresurado lavé las manos con jabón y cloro para desmancharlas de una naciente culpa que no quería. Era la primera vez que tocaba a un hombre y me sentía, en el fondo, satisfecho de haber cruzado una zona de peligro. Ahora tenía claro hacia dónde tiraba mi deseo. Ya acostado en mi cama, mientras los demás dormían, comencé a construir el búnker que me guardaría de los ataques masivos de los otros y negocié también, un armisticio conmigo mismo, que me hacia pasar a aliado luego de tantos años de ser mi acérrimo enemigo.
Llegaste a mí a tientas, como un ciego que pregunta una dirección o el punto exacto en donde se encuentra –extraviado-. Aparcaste frente a mí y con tu hilaridad fulminaste los fonemas, mientras yo te miraba con esa curiosidad bien-in-ten-cio-na-da, propia de los de mi signo (zodiacal). Tú respirabas con dificultad; habías tenido que correr para llegar a tiempo a la cita y pese a ello arribabas veinte minutos más tarde. Sin embargo, tu impuntualidad no mermó la emoción de tenerte cerca. Ignoraba entonces que lo que iniciaba el raciocinio lo completaría el caos, una entropía inoportuna que daría al traste con las expectativas nacientes, si es que las había, y si era así, las ignoraba. Cuando se observa con los ojos nublados todo el horizonte es una línea gris e infinita. Te excusaste por tu demora y volviste a sonreír. Detrás de tu sonrisa vino un café y la rebanada de un pastel de chocolate, un diálogo improvisado a propósito de teorías y filósofos, de tendencias milenarias y apocalípticas y finalmente el deseo. Para entonces yo ya no era yo sino otro, un yo más primitivo cuyo instinto rebosaba el molde de hombre sensato, según constaba por la impertinencia de mi entrepierna. Tu encanto me intoxicaba y preveía lejos la salida de emergencia, si acaso existía ésta. Domeñar al cavernícola fue una tarea difícil y empecinada. ¿Quién me había traído hasta aquí, al filo de una colisión de chocolate? Hacia tantos años que nadie me deseaba de la forma como tú lo proyectabas. En la noche y en la madrugada, dos veces me masturbé pensando en cómo sería estar en la oscuridad de tus garras. Me llamaste demonio, alacrán, ángel oscuro. Me bordeaste con un cerco de palabras que fue haciéndose un muro más alto y cuyo radio se estrechaba día con día. La promesa de tu cuerpo –las exigencias del mío- me hacían zozobrar en las aguas de una racionalidad movediza. Quería responder sí a la invitación de probarte y darte la certeza –y la indulgencia a mí- de que tal encuentro ocurriría sólo una vez. Necesitaba realizar algo para desengañarte (no desearte), decepcionarte (apartarte de mí), devolverte al paisaje cotidiano del que habías salido y no parecer que huía o que sentía miedo o ambas cosas. Acorralado visité tu cuerpo una noche, aquélla en la que soñaste que un macho de talla 34, te embestía con toda la fuerza de su masa acelerada. Despertaste. Recordamos. Y cuando al fin coincidimos, empezamos a ser, otra vez, buenos amigos. Pero tú empezaste a ser para mí la aparición constante que huye de mí.
Es políticamente incorrecto ir por la vida devastándose. Existe un sentido de –mínima- responsabilidad sobre uno mismo. Sufrir si se quiere, pero con moderación. Llevar la devastación en la privacidad. Y hay razón en ello, mira que el dolor no es marca de lujo ni cotiza en bolsa.¿Lo entiendes? A qué viene entonces los reclamos tardíos de una vida pasada que no será ya en futuro perfecto. Seguro es el miedo a quedarte solo, a abrir los ojos y toparte con la estepa solitaria que sucede a una noche de juerga y de orgía y de promesas que escurren de los vasos tirados en el suelo o desperdigados en torno al grifo. Se que he sido algo especial pero también etéreo, deslizante como un tabla de surfeo por las mejores olas, en este caso, en las horas en las que en tu agenda quedaba un vacío social. Chau. Pero tú te has creído que crucé el Atlántico para enamorarme de fantasmas y acariciar viejas teorías sobre el amor en los tiempos del cambio climático. Fui un iceberg que se desprendió de ti en la noche de Navidad. Si te hacia falta algo era porque ya no estaba en ti pero tú conmigo tampoco. Éramos dos osos polares hartos de consumir la misma comida en los mismos lugares y a la misma hora. La organización de las pulsiones mató el deseo, lo criogenizó a altas temperaturas que no quiero alcanzar jamás. Mi glaciación ha dado paso a un trópico en donde hay nuevas especies que quiere conocer. No pretendo dar marcha atrás ni salir de las calles de Chueca para entrar a la amargura del establishment que tanto me purga. Puedes volver por donde has llegado. Gira ciento ochenta grados y en el mismo sentido avanzas con velocidad constante. ¿No decías que el secreto de todo está en regresar? Vuelve tú sobre tus pisadas y comienza a desgajar mi nombre, empequeñecido es menos doloroso, inocuo.
****
Madonna dice que su madre la enseñó a rezar, a mí, la mía, me enseñó a sufrir a priori y desinteresadamente. Si pudiera decírselo en la cara, le agradecería haber sembrado en mí, los mecanismos de la protesta. Si alguna vez caminé corcovado no fue por culpa de la acción de la gravedad si no del peso de los anatemas que ella pronunciaba contra mí igual que otros reparten los buenos días o las buenas tardes. Pero no me consideren un mártir, si ahora traigo a cuenta estas revelaciones es para reconocerle a ella –tan católica y tan frívola, tan sumisa y tan terca- el valor de mantener a un hijo que muy pronto la decepcionó. Porque el primogénito lejos de salvarla de las plagas le trajo todas: vergüenza, pesares y frustración, por citar algunas. Arrogante desde pequeño, frívolo y ajeno a los sufrimientos cristianos, nunca me detuve a pensar en el infierno al que la conducía con cada uno de mis actos. Te arrepentirás alguna vez de lo que me has hecho, gritaba, y yo tenía que esquivar aquellas promesas so pena de cargar con ellas a perpetuidad. Encamorras, le decía, como advirtiéndola de que esa amenaza ya la había empleado con anterioridad y con nulos resultados. Pero el peso de sus bendiciones no impidió que viajara a Madrid –y vaya que se empeñó en ello- porque si el mal tiene intrincados mecanismos para llevarse a cabo, el bien los supera todos. Y sucede que me fui. Atravesé el océano y satisfice el sueño del niño que mojando sus pies en el mar, pintaba sobre el oscurecido horizonte, un nuevo mundo lejos de los anatemas maternales y de las imposiciones culturales con las que lidiaba cada día. Creí que otra geografía era posible y que debía existir, en algún punto del planeta, un lugar donde pudiera sentirse libre y sin amenazas. Distante del peligro continuo, ajeno a los reproches por hablar de este modo, por haber estudiado tal cosa, por no haber realizado esto, por carecer de aquello, por no ocultar sus defectos y portar con orgullo su diferencia. Tenía que existir un sitio así, ¿no era acaso el mundo un lugar muy grande? Lo sabía porque conocía de memoria países y sus capitales, idiomas, monedas y cultos oficiales, tipos de gobierno, las ciudades importantes. La vida no podía engañarlo así; exigía que fuera cierta la posibilidad de otra existencia allende a las aguas contaminadas de su litoral doméstico. Si por las noches era astronauta, en las tardes era navegante y se hacia a la mar más profunda para alcanzar esos puertos, donde sin necesidad de más que un pasaporte, él podría conducirse libremente, feliz. Por eso cuando pisó el suelo de la T-4 del aeropuerto de Barajas, sus ojos se hicieron agua y sus pies flotaron porque finalmente llegaba al punto que había iluminado de colores en un mapamundi de la infancia. Sí, por fin había realizado el viaje de regreso a su niñez añorada.
El día de hoy nació frío y húmedo, y estas condiciones atmosféricas me han hecho recordar los amaneceres en Madrid, el golpeteo del viento y la lluvia en la ventana del Palacio de Yemeiamo, el zumbido de la z de los conductores de telemadrid. El olor de las calles, la velocidad de los buses de dos pisos, el pío pío de los semáforos y hasta el cromatismo de la atmósfera en la que volaban puntuales los aviones de la OTAN. Han pasado dos meses desde que puse un pie en la T-4 del aeropuerto de Barajas y desde entonces no he dejado de volar y de volver porque la nostalgia es una dolencia que no se cura. Y soy feliz.
No me he traicionado y conseguí unificar mis dos mundos en una zona única que le da equilibrio y quietud a mi vida. Los escrito acá es una rareza, pero qué puede surgir de una mente que se define queer. La redención del individuo empieza por uno mismo, y la primera ley es quitarse las etiquetas – y yo se las he pegado a otros por el puro placer de hacerlo-. La segunda es...no hay siguiente si no se ha llevado a cabo la primera.
Madrid, España – Xalapa, Ver., primavera 2007
1 comentario:
Entiendo pero no entiendo... ya me platicarás... o mejor, te preguntaré y sé que de todos modos no dirás mucho... o en caso contrario tampoco voy a entenderlo del todo!!!
Lo que me queda muy claro es que fuera etiquetas.
Publicar un comentario