
Me gusta mi casa, dentro de ella no me siento atrapada si no segura, querida, custodiada por los remaches de la puerta que sólo abre hacia adentro. No me quejo de frío ni del constante calor que traen los soles primaverales y los de verano. En mi cocina, mi sitio favorito, siento la tibieza aromada de mis guisos con los que cada día agrado a mi marido. Hago una pausa en mi confesión para sentarme en una silla desvencijada y me limpio el sudor con el mandil percudido, bebo un poco de agua y rectifico. Ya no cocino para mi marido, él ya no está. No volverá a sentarse a la mesa. La cebolla no me hace llorar. Pico finamente el jitomate y las hierbas que darán olor a mi platillo las he lavado con tal delicadeza como si fueran las manos de un bebé recién nacido. Así trato yo todo lo que me rodea, así, como nunca fui tratada yo.
Oigo la radio porque soy de esas personas que no soportan el silencio. Siempre he dicho, que a mí la mística no se me da; prefiero la cumbia, la salsa, cualquier baile que exija el movimiento candente de mi cuerpo. El movimiento que me haga volver a otros tiempos cuando fui muy feliz. Ahora me doy la parada, el recaudo ha hervido y casi se desborda de la sartén. No me gusta que se me ensucie la estufa porque cuesta muchas horas de trabajo dejarla limpia nuevamente. Eso me enoja más, ver la cocina llena de manchas que mi cuerpo reventado de moretones. Una sabe lo que hace con su cuerpo pero en la cocina mando yo y a mí me gusta tenerla como quirófano, después de todo, es el lugar donde casi siempre estoy, se podría decir que es el punto de la casa donde vivo.
Una vez alguien quiso sacarme de esta prisión, sí, así lo dijo, que era una metáfora, creo. Pero yo no entendí a qué se refería, no sé de esas cosas. Yo sé de mis recetas, muchas de ellas heredades de las mujeres de la familia y transmitidas y custodiadas con tal celo, que si yo muriera ahora, éstas se irían conmigo al eterno silencio. Pero yo no quise irme a ninguna parte, sobre todo porque aquí me siento segura. ¿A dónde podría ir sin ser vista como una mascota a la que se le da asilo? Nunca, le dije a esa mala voz que me insistía en huir, nunca y me quedé en mi casa.
Yo me acostumbré a sus gritos, a sus quejas, a sus reclamos que eran tan numerosos como todos los chiles de distintos tipos que guardaba en una gavilla. Tenía razón, trabajaba mucho y llegaba cansado y lo que quería era estar en paz, y no escuchar esa música que lanzaba la radio a todo volumen nomás porque a mí me gusta mover el cuerpo y sentirme feliz como en otros tiempos. Era difícil adivinar si su ánimo era favorable a mis besos o si mi caricia le avivaba el coraje y por eso me lanzaba contra la pared y se iba a dormir mientras me quedaba recogiendo en la cocina los pedacitos de mí que se confundían entre los restos de comida, loza y cristalería.
Ya casi está listo mi estofado. Le subo a la radio para bailar una cumbia. Es una lástima que él no vaya a probarlo ni venga nadie más a comer conmigo. Anoche volvió a llegar malhumorado, igual que todas las noches de los últimos cinco años, pero esta vez alguien me dijo que no fuera tonta, que si no quería salir de esta cárcel; cárcel, sí, así lo dijo, que al menos no permitiera que él fuera mi verdugo. Yo estaba destazando la pierna de cerdo que comeríamos hoy para festejar un aniversario más. Pero no sé por qué no consentí que me dijera que estaba fea, que mi presencia le daba asco y que por eso estaba saliendo con una muchacha más joven que yo y que él y que el cuchillo que me regalaron cuando nos casamos, y que la casa donde vivo y que la cama donde le permití que utilizara mi cuerpo. Me dijo que me dejaría y no pude soportarlo.
Ah, otra vez se me tiró el arroz. Ahora tendré que lavar la estufa toda la tarde. Se acercó a mi cuerpo y me jaloneó, yo no quería lastimarlo con el cuchillo así lo que lo tiré hacia el fregadero y rodó entre los trastes limpios junto con el pedazo de carne. Él fue hasta el cuchillo para golpearme. Fue entonces cuando se resbaló con la pierna que había caído al suelo y cayó como una res de tal modo que el acero se enterró en su pecho y le traspasó el corazón. Extrañamente no lloré por haber perdido la presa que sería nuestra comida de aniversario, pero sí lo miré fijamente porque temía que de sus ojos de fuego fuera a saltar un demonio y me estrangulara. Musitó pidiéndome ayuda pero con las puertas cerradas y las ventanas canceladas y sin teléfono propio no hubo modo de pedir una ambulancia o llamar a un médico.
Curé su herida con aceites balsámicos, que tengo de sobra en la cocina, y fue ahí, dándole los últimos auxilios donde se me ocurrió cocinar para este día un sabroso estofado aunque no fuera de res.
CÉSAR RICARDO AZAMAR CRUZ
Xalapa, Ver., martes 5 de junio de 2007
Oigo la radio porque soy de esas personas que no soportan el silencio. Siempre he dicho, que a mí la mística no se me da; prefiero la cumbia, la salsa, cualquier baile que exija el movimiento candente de mi cuerpo. El movimiento que me haga volver a otros tiempos cuando fui muy feliz. Ahora me doy la parada, el recaudo ha hervido y casi se desborda de la sartén. No me gusta que se me ensucie la estufa porque cuesta muchas horas de trabajo dejarla limpia nuevamente. Eso me enoja más, ver la cocina llena de manchas que mi cuerpo reventado de moretones. Una sabe lo que hace con su cuerpo pero en la cocina mando yo y a mí me gusta tenerla como quirófano, después de todo, es el lugar donde casi siempre estoy, se podría decir que es el punto de la casa donde vivo.
Una vez alguien quiso sacarme de esta prisión, sí, así lo dijo, que era una metáfora, creo. Pero yo no entendí a qué se refería, no sé de esas cosas. Yo sé de mis recetas, muchas de ellas heredades de las mujeres de la familia y transmitidas y custodiadas con tal celo, que si yo muriera ahora, éstas se irían conmigo al eterno silencio. Pero yo no quise irme a ninguna parte, sobre todo porque aquí me siento segura. ¿A dónde podría ir sin ser vista como una mascota a la que se le da asilo? Nunca, le dije a esa mala voz que me insistía en huir, nunca y me quedé en mi casa.
Yo me acostumbré a sus gritos, a sus quejas, a sus reclamos que eran tan numerosos como todos los chiles de distintos tipos que guardaba en una gavilla. Tenía razón, trabajaba mucho y llegaba cansado y lo que quería era estar en paz, y no escuchar esa música que lanzaba la radio a todo volumen nomás porque a mí me gusta mover el cuerpo y sentirme feliz como en otros tiempos. Era difícil adivinar si su ánimo era favorable a mis besos o si mi caricia le avivaba el coraje y por eso me lanzaba contra la pared y se iba a dormir mientras me quedaba recogiendo en la cocina los pedacitos de mí que se confundían entre los restos de comida, loza y cristalería.
Ya casi está listo mi estofado. Le subo a la radio para bailar una cumbia. Es una lástima que él no vaya a probarlo ni venga nadie más a comer conmigo. Anoche volvió a llegar malhumorado, igual que todas las noches de los últimos cinco años, pero esta vez alguien me dijo que no fuera tonta, que si no quería salir de esta cárcel; cárcel, sí, así lo dijo, que al menos no permitiera que él fuera mi verdugo. Yo estaba destazando la pierna de cerdo que comeríamos hoy para festejar un aniversario más. Pero no sé por qué no consentí que me dijera que estaba fea, que mi presencia le daba asco y que por eso estaba saliendo con una muchacha más joven que yo y que él y que el cuchillo que me regalaron cuando nos casamos, y que la casa donde vivo y que la cama donde le permití que utilizara mi cuerpo. Me dijo que me dejaría y no pude soportarlo.
Ah, otra vez se me tiró el arroz. Ahora tendré que lavar la estufa toda la tarde. Se acercó a mi cuerpo y me jaloneó, yo no quería lastimarlo con el cuchillo así lo que lo tiré hacia el fregadero y rodó entre los trastes limpios junto con el pedazo de carne. Él fue hasta el cuchillo para golpearme. Fue entonces cuando se resbaló con la pierna que había caído al suelo y cayó como una res de tal modo que el acero se enterró en su pecho y le traspasó el corazón. Extrañamente no lloré por haber perdido la presa que sería nuestra comida de aniversario, pero sí lo miré fijamente porque temía que de sus ojos de fuego fuera a saltar un demonio y me estrangulara. Musitó pidiéndome ayuda pero con las puertas cerradas y las ventanas canceladas y sin teléfono propio no hubo modo de pedir una ambulancia o llamar a un médico.
Curé su herida con aceites balsámicos, que tengo de sobra en la cocina, y fue ahí, dándole los últimos auxilios donde se me ocurrió cocinar para este día un sabroso estofado aunque no fuera de res.
CÉSAR RICARDO AZAMAR CRUZ
Xalapa, Ver., martes 5 de junio de 2007
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